domingo, 28 de agosto de 2011

LECTURA: ¿Derechos de autor?, por Ignacio Valente. El Mercurio, 28 de agosto de 2011.

No, no cuestiono los derechos de propiedad intelectual, sino otro derecho que ciertos autores (narradores) se arrogan, esta vez en su relación con el lector: el derecho a ser leídos más allá de las primeras veinte o treinta páginas de su relato, cuando éstas no le han suministrado el estímulo verbal suficiente para seguir leyendo. Como si el pobre lector tuviera, por su parte, el deber de hacerlo, en nombre de ¿la paciencia?, ¿la cultura?, ¿el precio del volumen?, ¿el masoquismo?
Cada vez me siento más intolerante al respecto, así se trate de autores famosos o sumamente recomendados. En las últimas semanas he dejado a medio camino -o mucho antes- obras de Julian Barnes y de Philippe Claudel, de Yasunari Kawabata y de John Updike.
Es cierto que incluso grandes escritores, como Balzac en algunas de sus novelas, nos llevan hasta el límite de la paciencia con su entrada morosa, sus antecedentes, sus presentaciones de lugar, tiempo y personajes, con sus preámbulos y preparativos del material. El mismísimo capítulo inicial de El señor de los anillos incurre, por motivos de erudición, en una falta de este tipo, y por eso recomiendo leerlo en diagonal, ojearlo o simplemente saltárselo. Pues el que tiene derechos adquiridos en este caso es el lector: ¡vivan los derechos de lector! Si el autor se lo quiere ganar, que se dé prisa en hacerlo cuanto antes, en interesarlo, ¡en atraparlo y no soltarlo, pues el lector es un espécimen esquivo por naturaleza!
Años atrás se me ocurrió que estaba tratando con frivolidad a los novelistas españoles del siglo XIX: tras haber cumplido con Pereda, Pérez Galdós o la Pardo Bazán mis deberes escolares de juventud, que no dejaron mayor huella en mí, decidí intentar de nuevo la lectura de alguna obra emblemática, y tomé la que pasa por ser la mejor de ese ciclo, La regenta de Leopoldo Alas, Clarín. Pues bien, a poco andar se me cayó de las manos. Nunca más he hecho el intento. Alguien -un alma de buena voluntad- me sugirió que volviera a hacerlo, por razones de... cultura general. ¡Qué inocencia, caramba! (Era una persona joven e inculta.) Tras agradecerle el consejo por motivos de buena crianza, tuve que decirle sin piedad: por favor, menos cultura y más placer, general o particular. ¡Pobres profesores de castellano! Y ¡pobres alumnos!
Yo no reivindico mi derecho de lector, a saber, el derecho a no aburrirme, en nombre de la entretención, sino de la literatura, y eso en la medida en que puedan separarse, porque nada hay más entretenido que la humanidad capturada dentro del lenguaje, la secuencia, los diálogos, los buenos caracteres...: la calidad literaria, en suma. De vez en cuando he incursionado en algún bestseller con fama de entretenido, pero no considerado de lleno en la categoría de literatura: no fuera a ser que estuviera yo cayendo en algún purismo académico (que me resulta odioso). Tomé el año pasado una exitosa novela de espionaje, cuyo título no recuerdo, aunque sí su famoso autor, John Le Carré. Pues bien, con todo respeto por los lectores que se entretienen con él, yo tuve que dejar aquel novelón antes de llegar a las treinta páginas: me aburrió porque, entretenido o no, y aunque bien redactado y quizá bien armado, carecía de esa entretención superior que es la calidad narrativa.
Yo disfrutaba mucho de la lectura y de la relectura en mis tiempos de crítica literaria semanal, pero a veces tenía que aburrirme por deber de estado, al hacerme cargo de obras renombradas que sobre la marcha me parecían deficientes, y que seguía leyendo -qué remedio- justamente para dejar constancia de sus carencias. Pero en los últimos años, libre ya de ese deber y leyendo por placer -aunque no sin espíritu crítico, espero-, ya no concedo a ningún narrador el derecho a aburrirme, así sea un Premio Nobel como Claude Simon, Naguib Mahfuz o Dario Fo si, tras un número prudente (y cada vez menor) de páginas, no logró cautivarme. Allá él. ¿Y si una novela cobra vuelo desde la página cien?, me preguntó alguien. Y yo: demasiado tarde, "que para tu voz dormida/ ya está mi puerta cerrada". A esas alturas el novelista perdió su derecho de autor.

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