miércoles, 15 de junio de 2011

CULTURA: "Golondrina, no soy de aquí", por Cristián Warnken". El Mercurio, 9 de junio de 2011.

Una golondrina revolotea en un cielo que se despeja suavemente, mientras cae la tarde. Estoy en otro hemisferio, a otra hora. Allá será un zorzal o un colibrí el que se prepara a levantar las cortinas del día en mi jardín. ¿Se acordarán de mí esos pájaros ingratos?
Son buenas compañeras las golondrinas de Europa. Hubo una que se hizo célebre, por el cuento "El príncipe feliz" de Oscar Wilde: ganó fama de generosa por repartir los ojos y los rubíes de la misericordiosa estatua a los niños de una ciudad del norte. Hay un capítulo memorable y delicado de las "Memorias de ultratumba" de Chateaubriand, en que este descendiente de la nobleza derrotada en la revolución conversa con una golondrina que se posa en la ventana de su pieza en una posada en la que hace un alto en uno de sus tantos viajes. Chateaubriand conversa amenamente con ella, como suelen conversar los jubilados con las palomas en las plazas de provincia. Es conmovedor que el que conociera personalmente al rey de Francia, cercano y después enemigo de Napoleón, senador, memorialista y político célebre, le hiciera las preguntas finales de su propio crepúsculo (y el de su época) a una golondrina.
Talvez los que toman las grandes decisiones en el mundo debieran darse un tiempo para hacerles preguntas a las golondrinas. Eso ocurre, lamentablemente, cuando ya es tarde. Los acontecimientos de la historia son cambiantes y caprichosos, tanto como las formas de las nubes en el cielo. Todos debiéramos tener una golondrina cerca en el momento preciso para que ellas nos digan -sabias como deben ser las aves migratorias- cómo capear las estaciones más frías y tormentosas. Siempre hay un invierno o un otoño reservados para cada uno de nosotros, que llega antes de lo que esperábamos. Es entonces cuando tienen algo que decir estas golondrinas nerviosas y juguetonas. Estoy seguro de que ellas saben más que los expertos y consultores que andan por el mundo tratando de predecirlo y explicarlo todo, con brújulas desorientadas en un mundo cada vez más inesperado y sorpresivo.
Cae la tarde en Pollestres, un pueblo casi fantasmal de pocos residentes (o residentes muy recatados y secretos) del Rosellón del sureste de Francia. Pollestres no aparece en la guía Michelin de Francia que siempre llevo conmigo, y no sé si aparecerá en Wikipedia. Hay una iglesia del siglo XII restaurada, a dos cuadras de la casa donde nos alojamos. Los nombres de las calles están escritos en dos lenguas, catalán y francés. Hay un café de nombre " Midi ": en todos los pueblos de Francia del sur hay dos lugares sagrados: los cafés y las iglesias. Cuando le pregunto a la mujer que nos atiende desde cuándo existe ese café, me dice: " Depuis toujours " ("Desde siempre").
Talvez sólo en Europa sea posible decir todavía "siempre". Nosotros, que nacimos en un continente descubierto por azar, sabemos que el toujours es una quimera. Talvez por eso demolemos todo lo que huela a pasado.
En Chile no hay golondrinas, pero las amo. Como los cipreses y la luz de aquí. Y las piedras de los castillos, las mismas que algún día ardieron consumidas por el fuego y la sangre, en los siglos de las cruzadas que desde aquí a más al norte recorrieron pueblo a pueblo llevando a las hogueras a los cátaros, los herejes de entonces. Amo toda herejía que limpie el cielo cuando éste se cierra.
Amo este cielo, pero no soy de aquí. ¿Estará ya brillando la estrella de la mañana en mi lejano país? Cómo me gustaría juntar ese lucero del sur con esta golondrina del norte que revolotea sobre mi cabeza. Que pudieran hablarse y decirse cosas. Como amigas de la misma nostalgia y de la misma promesa: la promesa de que algún día por fin seremos. Cuando las dos mitades, los dos hemisferios, los del ayer y del mañana, por fin se junten. Y que cuando anochezca, también amanezca.

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