jueves, 17 de marzo de 2011

LECTURA: "Un Jesús más nítido, real y asombroso". Comentario de José Miguel Ibáñez Langlois. El Mercurio, 13 de marzo de 2011.

La aparición de la segunda parte de la obra Jesús de Nazaret, de Benedicto XVI, ha generado expectativas en el mundo cristiano. En este volumen se aborda la vida de Jesús a partir de su entrada en Jerusalén hasta su muerte y resurrección.

El éxito editorial de Jesús de Nazaret en 2007 fue asombroso: que un largo y denso libro de teología haya durado tanto tiempo entre los más vendidos del mundo muestra dos cosas: el gran interés masivo que, a pesar de los pesares, despierta la figura de Cristo, y el gozo que produce en el lector el estilo de pensamiento y lenguaje de Joseph Ratzinger. Con esta segunda parte de la misma obra es del todo previsible que ocurra idéntico fenómeno editorial: el lector encontrará al autor no menos lúcido y penetrante que cuatro años atrás.
Método y fin del libro
Jesús de Nazaret no pertenece al género que llamamos "Vida de Cristo", si bien este segundo volumen sigue más linealmente el orden cronológico de los sucesos, desde su entrada triunfal en Jerusalén hasta su resurrección gloriosa, pasando por su discurso sobre el fin de los tiempos, el lavado de los pies de sus discípulos en la última cena, su extensa "oración sacerdotal", la institución de la Eucaristía, la agonía del huerto, el proceso que lo condena, y su crucifixión y sepultura. Pero, más que un relato, lo que el autor presenta en estas casi cuatrocientas páginas es una brillante y detallada exégesis, una hermenéutica o interpretación bíblica del Nuevo y del Antiguo Testamento -unidos los dos en forma indisoluble-, con el fin de despejar la figura histórica de Cristo, y de ofrecer su rostro inefable a nuestra mirada, a nuestros oídos y -ojalá- a la comunión amorosa con su persona como maravillados discípulos suyos.
Esta lectura de cada pasaje de los evangelios se apoya en una serie de paralelos y antecedentes bíblicos que a nosotros, a diferencia de los judíos, nos dicen poco y nada, pero que terminan por iluminar en forma inesperada la identidad profunda de Jesús. Un ejemplo: poco antes de padecer, Cristo, montado en un borrico, entra de modo triunfal en Jerusalén, donde es aclamado por las multitudes. ¿Qué significa este borrico? Parecería que rastrear -como hace el autor- la figura del asno a lo largo de la historia sagrada es una erudición inútil; pero si entendemos que Jesús, al tomar por cuenta propia esa cabalgadura, reivindica para sí el antiguo derecho del rey a requisar los medios de transporte, o que cumple así el antiguo oráculo de Zacarías ("Hija de Sión, mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un borrico hijo de asna"); y si igual rastreo se practica con el acto de echar los mantos sobre el animal, con los ramos que lo festejan, con la palabra "hossana" y las demás que el pueblo usa para bendecirlo, entonces entendemos mejor la realeza de Jesús hijo de David y las profecías que en él se hacen verdad, y el resultado de tantas vueltas es un cuadro vivo, pleno de significación, que asombra incluso al creyente familiarizado con los evangelios y con la liturgia de ramos, y le aporta luces nuevas para comprender mejor lo que ya daba por sabido.
La misma interpretación se practica con otros pasajes del evangelio: se los mira al trasluz del Antiguo Testamento y del resto del Nuevo; se los contextualiza y se les arrancan dimensiones fascinantes. Lo que nos parecía mera anécdota el texto bíblico se nos convierte en luz y misterio, misterio y luz. Es notable ver cómo de la erudición el autor hace brotar vida a raudales, y penetrando en lo más arcaico ilumina nuestra actualidad y los desafíos de nuestro porvenir.
Pasión, muerte y resurrección
Omitiré muchos de estos comentarios del evangelio para centrarme en la pasión de Cristo. De su oración en Getsemaní afirma Ratzinger: "Jesús ha experimentado aquí la última soledad, toda la tribulación del ser hombre. Aquí el abismo del pecado y del mal le ha llegado hasta el fondo del alma". Y luego distingue en este momento dos dimensiones: por una parte "la experiencia primordial del miedo, el estremecimiento ante el poder de la muerte, el pavor frente al abismo de la nada", que le hacen temblar y transpirar gotas de sangre. Pero también se atisba en el episodio un misterio más profundo y, a decir verdad, insondable: "el estremecimiento particular de quien es la Vida misma ante el abismo del pecado, que ahora se abate directamente sobre él, más aun, lo debe acoger dentro de sí hasta el punto de llegar a ser él mismo "hecho pecado" (2 Cor 5, 21)." Nuestro exégeta y teólogo no era hombre para rendirse a las convenciones y rodear como desde fuera el dolor redentor de Cristo: lo abordó en su núcleo más inaudito y misterioso, es decir, en el acto de generosidad infinita por el cual Jesús acepta mancharse con todos los pecados del mundo como si los hubiera cometido él mismo.
A propósito de la democracia liberal en clave relativista, el cardenal Ratzinger había glosado ya hace años el proceso de Jesús ante Pilato, la referencia de Jesús a la verdad, y la pregunta escéptica del romano: "¿Y qué es la verdad?" (Jn 18, 38). Hoy vuelve sobre ese problema candente: ¿puede la política abrirse a la verdad, o debe renunciar a ella como una dimensión inaccesible de cada subjetividad, y limitarse a buscar un poco de justicia con los instrumentos que tiene a su alcance? Pero en este caso, si la verdad no cuenta, ¿qué justicia será posible? ¿No terminará siendo la política una mera forma de lucha por el poder? La pregunta queda abierta en estas líneas, pero a la luz de la condena a muerte de Jesús por Pilato se sugiere ya la idea de Benedicto XVI sobre la relación entre Estado y verdad.
Es hermosa la interpretación que se nos ofrece más adelante acerca del velo del templo que se rasga de arriba abajo en el momento mismo de la muerte de Jesús. Por una parte, quedan así obsoletos todos los antiguos ritos, incapaces ya de salvar; pero por otra, el velo rasgado significa que se ha abierto el acceso a Dios, cuyo rostro se manifiesta en el crucificado.
Y, por último, la resurrección de entre los muertos. Si Jesús no resucitó, sería sólo una personalidad religiosa fallida, quizá muy interesante, pero no salvadora. De su resurrección, dice Ratzinger, depende este punto decisivo: que Jesús sólo haya existido, o que exista hoy. Pues no se trata del retorno de un cadáver a la vida (a la manera de Lázaro), sino de un salto cualitativo para la humanidad y para el universo: es una nueva posibilidad de ser hombre, un novísimo futuro para el ser humano. Es la última palabra de la fe cristiana; es, en definitiva, nuestra única esperanza.
Corresponde al lector hacer su decisión más profunda sobre este hombre indeciblemente humano, admirable como ningún otro, digno del mayor crédito, que dijo ser el camino, la verdad y la vida, y eso porque también dijo ser uno solo con Dios. La lectura de este libro puede ayudar a quien vacila, y al creyente le puede proporcionar una imagen de Jesús más nítida, más real, más asombrosa de cuanto pudo imaginar.


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