jueves, 25 de noviembre de 2010

CHILE: "El pasado no tiene precio", por Cristián Warnken. El Mercurio, 25 de noviembre de 2010.


Camino por el Parque Forestal, entre los árboles donde se paseaban peripatéticamente los muchachos de la generación del 50, el ágil duende y mago que fue el Chico Molina, Claudio Giaconi, Enrique Lafourcade, Jorge Edwards, Enrique Lihn y Luis Oyarzún. Hay pocos lugares como este en nuestra ciudad, en los que vivos y muertos cohabiten el mismo espacio mítico y puedan conversar mirándose a la cara. Este barrio existe para recordar que no somos puro presente, que la ciudad es una posta, que los fantasmas de ayer entregan a los fantasmas de hoy, que somos nosotros ahora. Bajo a nuestros hijos de nuestro cómodo ghetto del barrio alto a las calles céntricas, donde uno arriesga el peligro de la aparición de un rostro, de una mirada distinta de la nuestra. Nos detenemos frente a la escultura "Unidos en la gloria y en la muerte", de Rebeca Matte, en el frontis del Museo de Bellas Artes. Comentamos la trágica escena inmortalizada en el metal: Ícaro caído en los brazos de Dédalo, su padre. Lo siento como una metáfora de los peligros de la hybris , la desmesura de un Chile nuevo, legítimamente aspiracional, pero a veces soberbio. Dédalo es el padre republicano, más conservador que el hijo, el que coloca siempre el sentido común y el respeto de los límites para contener al que siente que todo se puede y nada se interpone entre él y el mundo.

Enfilamos por tal vez la calle más bella de nuestro centro: Ismael Valdés Vergara, con sus edificios tocados por la luz, llenos de un espacio y amplitud cada vez más escasos. En esta calle vivió el poeta Julio Barrenechea. Aquí vive Armando Uribe, atrincherado en su soledad irreductible, esperando no la muerte sino la resurrección. Si hay resurrección, tendrá que ser con las araucarias de este parque, con estos árboles y estas estatuas. Con los organilleros y los mimos. Con la fuente donde alguien inscribió estos versos de Darío, tan iluminadores para estos días en que campea la inautenticidad: "Por eso ser sincero es ser potente./ De desnuda que está, brilla la estrella./ El agua dice el alma de la fuente,/ en la voz de cristal que fluye de ella".

De pronto, una imagen apocalíptica nos detiene: un edificio entero de la calle sagrada está en ruinas, como si lo hubiera devastado un terremoto. Las grúas trabajan frenéticamente. No puedo creer lo que veo. Pregunto. Me dicen que alguien compró los departamentos del edificio demolido, se fueron sus antiguos habitantes y se va a construir un hotel. ¿Se puede botar así un pedazo del corazón histórico de la ciudad? ¿Se puede arrancar de cuajo cualquier esquina? Esta esquina nunca volverá a ser la misma, nunca. Siento como si me hubieran arrancado un pedazo de mí mismo. ¿Nadie se opuso? ¿Las autoridades no pensaron que el fantasma de Vicuña Mackenna puede venir a penarles en las noches y a pedirles cuentas, a decirles: "¿Así cuidan mi ciudad mis sucesores, así entregan a la avidez la belleza que nos costó tanto fundar?".

Me imagino el peor de los escenarios: las inmobiliarias apoderándose de todas las calles con valor histórico, departamento por departamento, hasta que los antiguos vecinos dejen el centro y éste se vuelva como el de Los Angeles, en Estados Unidos, un centro fantasmal. Pero poblado no de fantasmas como sí lo están estas cuadras históricas, sino de ausencia. Se me dirá que no hay nada que hacer, que estamos hablando de "propiedad privada". ¿Pero la propiedad privada no tiene límites? ¿Quién protege el espacio común, lo público? Si esta lógica se impone, no quedará nada, y nuestra sociedad será una "sociedad anónima", una sociedad de anónimos sin identidad, sin alma. ¿Quién les pone precio a nuestros queridos fantasmas? ¿Cuánto vale el Chico Molina leyendo versos en la noche? ¿Cuánto vale ese instante preciso en que la luz única de los atardeceres de Santiago ilumina esta calle cargada de leyenda y nos arroba? ¿Cuánto vale, y a quién le importa?

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