jueves, 30 de agosto de 2012

CULTURA: "Decadencia", por Cristián Warnken. El Mercurio, 30 de agosto, 2012.


El país necesita aire nuevo, ideas, líderes, visionarios a quienes admirar. El panorama no puede ser más sorprendente: un país con buenas cifras macroeconómicas, pero sin una política (en el sentido más noble y esencial del término) a la altura de los desafíos. Los economistas más reductivistas, a estas alturas, tendrán que ser humildes y reconocer hidalgamente que no basta con tener buenas cifras para que un país sea viable. Lo mejor de Chile, de su historia, lo que nos da identidad y todavía nos provoca orgullo no nació porque alguien pensó desde una calculadora o un focus group lo que había que hacer. Ningún país se construye sólo desde el pensar calculante ni la pura gestión.

La invención de Chile nace de un espíritu, un impulso genuino, una verdad. Ahí están Andrés Bello, Vicuña Mackenna, Alonso Ovalle, Diego Portales, Lastarria, los hermanos Amunátegui y tantos otros. ¿Qué tienen en común esos fundadores?: el amor que nace del conocimiento de lo propio, y el conocimiento que se sostiene sobre el amor a lo propio. No hay otra fórmula para fundar. Quien crea que para conducir un país sólo basta con consultar los oráculos de las encuestas y mantener a raya la inflación o empinarse sobre ciertos dígitos en crecimiento económico, está profundamente equivocado. Por eso, la peor de las decadencias es la decadencia de las convicciones, de la virtud (y especialmente la virtud republicana), de la coherencia. Y en todos esos dominios sí que podemos hablar de un sostenido y sistemático proceso de decadencia en curso. Ni la convicción ni la virtud ni la coherencia se pueden medir con indicadores matemáticos. Tampoco se pueden adquirir de la noche a la mañana: las convicciones no se improvisan, no se venden ni se compran.

Hace unos días, en un evento al que asistían altas autoridades y empresarios, escuché a alguien decir de pasada: "Es que todos tenemos nuestro precio". ¡Qué frase tan reveladora! La idea de que todos tenemos un precio se ha instalado en nuestro sentido común. Ésa es la música que han venido escuchando desde la cuna las nuevas generaciones en estos años. ¿Cómo quejarnos después de que la desconfianza y la sospecha cundan entre ellos o, lo que es aún peor, el cinismo? Eso sí que a la larga nos va a llevar a la ruina. Y la ruina moral, antesala de la ruina política, puede ser mucho más grave que la ruina económica de un país. Un país puede levantarse de esta última o de una catástrofe natural, si una energía colectiva que nace de visiones y anhelos compartidos despliega lo mejor de cada individuo. Pero de una ruina moral sí que no se "sale" fácil.

Sí, es verdad, las cifras macroeconómicas parecen indicar que Chile está mejor que nunca. Pero el que miles de jóvenes salieran una vez más a las calles, el que sientan que un abismo los separa de la clase dirigente, sumado a la ausencia de liderazgos y la falta de un proyecto consistente y visionario para el Chile de las próximas décadas, no parecen augurar nada bueno en el horizonte.

¿Qué hacer? ¿Sólo basta seguir creciendo? ¿Y hacia adónde? El Muro de Berlín no se cayó sólo por razones económicas o políticas. Se cayó porque la podredumbre interior minó las bases que sostenían sus frágiles ladrillos. Hay que mirar la calidad de las fundaciones sobre las que están parados los países.

Tal vez necesitamos una refundación desde el espíritu y desde las ideas. La primera tarea de los días que vienen es una revolución moral (no moralista) de la política. Gestos y declaraciones que nazcan de una verdad y no de un cálculo. Proyectos y líderes auténticos (no fabricados desde el marketing o desde la inercia de los acontecimientos), que movilicen a nuestros jóvenes con todo su ímpetu y fe detrás de ideas y acciones coherentes con esas ideas. Porque la decadencia comienza cuando ya no hay nadie a quien admirar.


domingo, 19 de agosto de 2012

LECTURA: "El libro aprende a leer", por Juan Villoro. El Mercurio, 19 de agosto, 2012.


Cuando San Agustín vio leer a San Ambrosio fue testigo de una peculiar manera de expresar la devoción: el sorprendente erudito leía en silencio.
Agustín contó la escena en sus Confesiones : "Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua [...] Yo entiendo que leía de ese modo para conservar la voz [...] En todo caso, el propósito de aquel hombre era bueno".
Durante siglos, la escritura no eliminó la oralidad. Entender la letra significaba pronunciarla. Aunque se tratara de un acto individual, el texto se recitaba; requería de sonido para suceder. San Agustín fue testigo del viraje cultural que se fraguaba en el siglo IV. Después de Gutenberg, los libros impresos facilitarían leer al modo de San Ambrosio.
A partir de entonces la lectura ha representado el vínculo secreto entre dos mentes. De manera significativa, el libro electrónico comienza a alterar esta costumbre. En un artículo publicado en el Wall Street Journal, Alexandra Alter reflexiona sobre las consecuencias de leer descargas en Amazon o Google. Por primera vez, los editores disponen de pistas sobre la forma concreta en que los libros son utilizados. Pueden saber en cuántas horas se lee un texto, cuántas veces se interrumpe, qué otros libros se leen entretanto, qué pasajes se saltan, qué frases llaman la atención y merecen subrayado luminoso.
Los hábitos de los lectores se precisan con tal detalle que se teme una nueva invasión de la privacidad. Al mismo tiempo, esto despierta el interés de los autores. Todos sentimos curiosidad por descubrir el modo en que somos leídos y controlamos con discreción lo que leemos (si un periodista pregunta qué libro tienes en el buró, mencionas La Eneida para no tener que explicar por qué estás leyendo la biografía del Pibe Valderrama).
Gracias a Kindle, es posible detectar no sólo el título de la obra, sino qué pasajes interesan más. Leer una escena erótica ya no es un acto íntimo, sino algo que detecta una máquina, circunstancia típica de una época en que Google Earth supervisa el mundo y convierte al nudismo de azotea en un acto exhibicionista.
No todos los datos que aportan las descargas son novedosos. En los primeros meses de lectura electrónica se ha "descubierto" que los libros de no ficción se leen a saltos y las novelas de principio a fin, que los lectores de ciencia ficción son más veloces y los literarios, más exigentes y proclives a abandonar el libro.
La frase más subrayada pertenece a la novela de moda Los juegos del hambre : "A veces las cosas importantes le suceden a la gente que no está preparada para lidiar con ellas". Bien mirada, la expresión define nuestra extrañeza ante la tecnología.
Una paradoja esencial de los inventos es que recuperan atavismos. La segunda frase más subrayada plantea una situación que muchos juzgarían superada. Se trata del comienzo de Orgullo y prejuicio , de Jane Austen: "Es una verdad universalmente aceptada que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna deba estar en busca de una esposa". La ilusión de mezclar el dinero con el matrimonio no sólo tiene vigencia en las telenovelas.
Los libros electrónicos leen a sus lectores. Aún es difícil detectar reacciones psicológicas o estéticas, pero no sería raro que en el futuro también se midiera el impacto emocional de un personaje o una metáfora. ¿Llegaremos a la satisfacción vicaria de sentir que un libro nos lee mejor que otro?
Por el momento ya hay libros interactivos. En ciertas novelas policiacas es posible descartar culpables para contribuir al desenlace y en novelas románticas se puede escoger al novio de la protagonista.
De acuerdo con Italo Calvino, el libro es la única parte de la casa donde podemos estar a solas. Esto comienza a cambiar. ¿Comprometeremos la sinceridad de nuestras reacciones al saber que dejan huella o admitiremos la lectura como una práctica semipública? El hábito de leer no se modificaba tanto desde el siglo IV.
La asombrosa introspección que San Agustín observó en San Ambrosio perdura en los libros impresos. El e-book pertenece a una comunidad. Dejamos un rastro luminoso que puede tener testigos. Mientras leemos, alguien lejano nos descifra.

sábado, 11 de agosto de 2012

CULTURA: "¡Qué espectáculo!", por Cristián Warnken. El Mercurio, 2 de agosto de 2012.


En mi casa casi nunca nos reunimos en familia a ver televisión juntos. Porque ya no hay prácticamente nada que merezca ser visto en la "caja chica" y porque nuestra sala de juegos es una multisala de espectáculos que genera mejores contenidos que los que ofrece la industria televisiva. Es frecuente tropezarse en los pasillos, o en pleno living, con un caballero medieval, un dragón y una princesa: por eso las niñas son recibidas con tanta algarabía, porque siempre les falta a mis cuatro hijos hombres ese vital personaje para completar sus improvisadas historias de aventuras. También se dibuja mucho: Mateo Matta (así lo llamamos) tiene cinco años y no para de llenar hojas y hojas con monstruos, héroes y animales que danzan en una interminable fiesta de colores y trazos. Alonso, de 10, es el guionista y talentoso actor principal de breves películas que grabamos en mi cámara y que todos piden ver una y otra vez. Porque no hay nada más excitante que ser uno su propio Hollywood. Cristóbal, de tres, es el bailarín del grupo; ofrece sus coreografías cuando alguien pone música y puede bailar desde Mozart hasta un estridente reggaeton. Los niños nacen danzando, son puro éxtasis; después los pasmamos. Ah, y se me olvidaba Samuel, de un año y un poco más. Él es el campeón de lucha libre, porque en una casa de hombres no pueden faltar los "Titanes del ring".
Como verán, con ese carnaval permanente la televisión sobra, y todavía los iPhone, iPad y todos los " i " no nos han "levantado" a nuestros eximios actores, pintores y bailarines para llevárselos lejos de aquí. Ya llegará ese día, por ahora disfruto la cartelera diaria que nos autoofrecemos todos los días, esta ópera espontánea y gratis, y en vivo y directo. Mientras dure. Yo y mis niños fuimos formados en la gran escuela de Themo Lobos, que nos enseñó que la vida es una aventura abierta y no un guión del cual somos sólo los extras. Una aventura de la que somos protagonistas, como el niño Mampato, que desde su hogar de clase media chilena viajó a través del tiempo y el espacio.
Por eso fue raro ver hace unos días a mi troupe, a todos los miembros de mi circo familiar sentados, silenciosos, embobados frente a la pantalla de televisión, como nunca antes. Se inauguraban los Juegos Olímpicos en Londres, y el espectáculo por primera vez estaba afuera, lejos de aquí, y no en casa. No era un reality show , ni un programa de farándula, ni un concurso de talentos. Era una fiesta desencadenada por una cita del poeta Willian Blake, una escena de una obra de Shakespeare, un verso de Milton, un desfile carnavalesco de personajes de la inmortal literatura, cine y música ingleses. Hasta la Reina actuaba. La gran literatura y el teatro estaban entrelazados con los íconos de la cultura pop en un prodigioso montaje, en un ritual multimediático en que el espíritu deportivo y el poético se tocaban, como en la antigua Grecia. Ahí estaba el milagro: un espectáculo de la más alta excelencia y finura congregaba a millones en torno a todo aquello que nuestros expertos en televisión dicen que la "masa" no quiere ver. ¿O no era ese un espectáculo en el sentido más genuino y noble del término? ¿Qué es lo que hace que un país desarrollado, moderno como Inglaterra apueste por lo más excelso de su historia cultural -partiendo por sus poetas- y nos lo ofrezca con orgullo y alegría? ¿No fue acaso esa transmisión un mentís a los que dicen que la televisión ya no debe ser educativa? Si nos gusta tanto copiar lo de afuera, ¿por qué copiamos sólo la chatarra y las alcantarillas, y no la poesía, la verdad y la belleza? ¿Qué espectáculo estamos dando de nosotros mismos? Cuando se acaben las Olimpíadas se apagará otra vez la televisión en mi casa, porque mis guionistas, actores, músicos y bailarines tienen mucho trabajo que hacer si queremos algún día ser sede de un Juego Olímpico o algo que se le parezca.

CULTURA: "Crisis de sentido", por Gastón Soublette. Carta a El Mercurio, 2 de agosto de 2012.


Recientemente en un reportaje al último libro del historiador inglés Niall Ferguson (Artes y Letras, 15 de julio), se formuló la consabida pregunta de cómo será el mundo en el año 2050, a la que es de costumbre responder en términos de macroeconomía: EE.UU. dejará de ser la primera potencia cediendo su lugar a China e India.
A estas alturas de la historia ese tipo de respuesta deja de evidencia una superficialidad abismante y un gran vacío. Ese vacío no es otro, sino el hombre mismo. La pregunta es sobre el destino de la humanidad, pero la respuesta carece de contenido humano... El hombre como accesorio del entramado monetario mundial.
La pregunta correcta es: ¿Cómo serán los hombres en 2050 si ya en 2012 son como es de público conocimiento? Formulada así, el intento de responderla se vuelve problemático e inquietante a juzgar por lo que se ve a diario. Entonces, para ver el mundo real en que vivimos urge desechar el criterio mercantilista de los que nada saben sobre el hombre y prevén el futuro de la humanidad solo con la lógica de los negocios.
Por eso resulta significativa la aparición simultánea de dos testimonios personales contrastantes en su edición del 21 de julio. Uno de César Pelli, diseñador de la torre del Costanera Center, y otro de Cristián Warnken. Pelli, un hombre identificado con este modelo de civilización financiero-tecnológica, sin más motivaciones que el imperativo fáctico de realizar su proyecto "contra el cielo" como él lo ha dicho, sin plantearse la pregunta por el sentido.
Warnken, un pensador que se da cuenta de que allá afuera nada está ocurriendo que contribuya a que los hombres sean humanamente mejores, sino al contrario, mientras más "adelantado" se muestra el mundo de los poderosos, más alejados de nuestro centro espiritual y alienados nos hallamos. Por eso nuestra esperanza se afirma en el hecho de que cada día que pasa son más numerosos los que despiertan como Cristián Warnken y se sitúan en su centro interior para no perder su identidad humana en la masa inconsciente, y sacar lo mejor de sí mismos.
César Pelli declara que su torre es la más alta de Latinoamérica y que por eso deberíamos estar orgullosos ¿Por eso...? Más orgulloso estoy yo de haber podido darme cuenta de que nada hay ahí para enorgullecerme.