sábado, 11 de agosto de 2012

CULTURA: "¡Qué espectáculo!", por Cristián Warnken. El Mercurio, 2 de agosto de 2012.


En mi casa casi nunca nos reunimos en familia a ver televisión juntos. Porque ya no hay prácticamente nada que merezca ser visto en la "caja chica" y porque nuestra sala de juegos es una multisala de espectáculos que genera mejores contenidos que los que ofrece la industria televisiva. Es frecuente tropezarse en los pasillos, o en pleno living, con un caballero medieval, un dragón y una princesa: por eso las niñas son recibidas con tanta algarabía, porque siempre les falta a mis cuatro hijos hombres ese vital personaje para completar sus improvisadas historias de aventuras. También se dibuja mucho: Mateo Matta (así lo llamamos) tiene cinco años y no para de llenar hojas y hojas con monstruos, héroes y animales que danzan en una interminable fiesta de colores y trazos. Alonso, de 10, es el guionista y talentoso actor principal de breves películas que grabamos en mi cámara y que todos piden ver una y otra vez. Porque no hay nada más excitante que ser uno su propio Hollywood. Cristóbal, de tres, es el bailarín del grupo; ofrece sus coreografías cuando alguien pone música y puede bailar desde Mozart hasta un estridente reggaeton. Los niños nacen danzando, son puro éxtasis; después los pasmamos. Ah, y se me olvidaba Samuel, de un año y un poco más. Él es el campeón de lucha libre, porque en una casa de hombres no pueden faltar los "Titanes del ring".
Como verán, con ese carnaval permanente la televisión sobra, y todavía los iPhone, iPad y todos los " i " no nos han "levantado" a nuestros eximios actores, pintores y bailarines para llevárselos lejos de aquí. Ya llegará ese día, por ahora disfruto la cartelera diaria que nos autoofrecemos todos los días, esta ópera espontánea y gratis, y en vivo y directo. Mientras dure. Yo y mis niños fuimos formados en la gran escuela de Themo Lobos, que nos enseñó que la vida es una aventura abierta y no un guión del cual somos sólo los extras. Una aventura de la que somos protagonistas, como el niño Mampato, que desde su hogar de clase media chilena viajó a través del tiempo y el espacio.
Por eso fue raro ver hace unos días a mi troupe, a todos los miembros de mi circo familiar sentados, silenciosos, embobados frente a la pantalla de televisión, como nunca antes. Se inauguraban los Juegos Olímpicos en Londres, y el espectáculo por primera vez estaba afuera, lejos de aquí, y no en casa. No era un reality show , ni un programa de farándula, ni un concurso de talentos. Era una fiesta desencadenada por una cita del poeta Willian Blake, una escena de una obra de Shakespeare, un verso de Milton, un desfile carnavalesco de personajes de la inmortal literatura, cine y música ingleses. Hasta la Reina actuaba. La gran literatura y el teatro estaban entrelazados con los íconos de la cultura pop en un prodigioso montaje, en un ritual multimediático en que el espíritu deportivo y el poético se tocaban, como en la antigua Grecia. Ahí estaba el milagro: un espectáculo de la más alta excelencia y finura congregaba a millones en torno a todo aquello que nuestros expertos en televisión dicen que la "masa" no quiere ver. ¿O no era ese un espectáculo en el sentido más genuino y noble del término? ¿Qué es lo que hace que un país desarrollado, moderno como Inglaterra apueste por lo más excelso de su historia cultural -partiendo por sus poetas- y nos lo ofrezca con orgullo y alegría? ¿No fue acaso esa transmisión un mentís a los que dicen que la televisión ya no debe ser educativa? Si nos gusta tanto copiar lo de afuera, ¿por qué copiamos sólo la chatarra y las alcantarillas, y no la poesía, la verdad y la belleza? ¿Qué espectáculo estamos dando de nosotros mismos? Cuando se acaben las Olimpíadas se apagará otra vez la televisión en mi casa, porque mis guionistas, actores, músicos y bailarines tienen mucho trabajo que hacer si queremos algún día ser sede de un Juego Olímpico o algo que se le parezca.

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