miércoles, 13 de abril de 2011

RELIGION: "La Iglesia: del dolor a la esperanza", por Fernando Chomalí. 8 de marzo de 2011.

El don del sacerdocio nos lleva a decir una y otra vez: no hay espacio para los que dañan. No hay espacio, y quien lo haga tendrá que responder ante Dios y la justicia. Por eso duele cuando se gozan de nuestra herida.


La herida que sufre la Iglesia es inmensa. Frente a los hechos que hemos ido conociendo, algunos católicos se manifiestan muy decepcionados. No pocos experimentan verdaderas crisis de fe. Otros han ido perdiendo la esperanza. Y no es para menos. Es grave, gravísimo, que un sacerdote abuse de un menor.

Preguntas que tal vez nunca nos hicimos aparecen ahora con fuerza y corroen el alma. ¿En quién podremos confiar? ¿Será cierto que la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo? ¿Será cierta su enseñanza? ¿Hemos de creer en la palabra de nuestros pastores? ¿Tuvo sentido haber creído en la Iglesia, haberse educado en su interior y dársela a las futuras generaciones?

Son preguntas que están en el corazón y en la mente de varias personas. Es esta la hora en que debemos responderlas, pero con inteligencia y sabiduría para tener claridad en nuestro pensamiento y no dejarnos llevar por la rabia, el reproche, la descalificación fácil ni el pesimismo estéril. Además, necesitamos humildad para reconocer nuestros errores en el modo de tratar casos de esta gravedad. Y decisión para evitar que esto vuelva a ocurrir, tratando de reparar la dignidad ofendida de hermanos nuestros. También necesitamos desde nuestra herida realizar una reflexión como creyentes que fortalezca nuestra fe y nos impulse hacia la esperanza, aquella esperanza en aquel en quien hemos puesto toda nuestra esperanza: Jesucristo.

Cómo quisiera que todos los católicos fuéramos verdaderos discípulos de Jesucristo y lo siguiéramos en pobreza, castidad perfecta como la del Señor y, de modo especial, los consagrados y consagradas, sacerdotes, obispos y religiosas.

Cómo quisiera que ninguno de los abusos se hubiese cometido, y menos de parte de quienes tienen la misión de dar a conocer a Cristo, quien enseñó que quien recibe a un pequeño en su nombre a El lo recibe, y advirtió severamente que al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar (Mt. 18,5). Cómo quisiera que estos hechos fueran sólo una pesadilla y pudiéramos seguir gozando de nuestra pertenencia a la Iglesia como un gran regalo y no tuviésemos que dar explicaciones respecto de ella.

Pero la realidad es otra y ello nos golpea profundamente. La primera pregunta que me surge es la siguiente: ¿ha de extrañarnos que en medio de mil doscientos millones de católicos, cinco mil obispos, cuatrocientos mil sacerdotes, seiscientas cincuenta mil religiosas y ciento veinte mil seminaristas haya algunos que no estén a la altura del don recibido en razón de su humana debilidad, condición de pecador o de alguna patología severa? Basta mirar el grupo de los primeros doce apóstoles para darse cuenta de que no nos debe extrañar. ¿Acaso no fue la traición al Señor el pecado más grave, que además se hizo a cambio de algunas monedas, lo que paradójicamente nos valió la manifestación plena del amor de Dios en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo? ¿Acaso nuestra Iglesia no quedó cimentada en Pedro, quien lo negó tres veces? ¡Y la iglesia ya lleva dos mil años!

Cada vez que hay un abuso al interior de la Iglesia, la cruz de Cristo aparece en todo su dramatismo, como si fuera ayer. Pero de igual manera, y con la misma fuerza, se manifiesta día a día, minuto a minuto, la resurrección del Señor cada vez que un matrimonio se declara amor, cada vez que despunta una nueva vida, cada vez que alguien visita a un preso o a un enfermo, cada vez que en el silencio rezamos por nuestros amigos y enemigos; en definitiva, cada vez que florece la vida y aparece una sonrisa; cada vez que un gesto solidario saca a un joven de la pobreza, cada vez que un joven ingresa al seminario o a la vida religiosa.

Sí, hoy, cada vez que despunta el día, Dios nos sigue asombrando con su presencia y su amor.

¿No será que la desazón que experimentamos se debe también a que olvidamos de la grandeza de Dios y la fuimos sustituyendo por la pequeñez de hombres de carne y hueso a quienes endiosamos? Endiosar a los sacerdotes siempre termina haciendo un daño inmenso a ellos y a la comunidad.

La presencia de hechos tan graves y tristes nos piden volver la mirada sólo a Dios, porque de lo contrario es fácil desilusionarse. ¿Acaso no nos recuerda San Pablo, como se lo planteó a la comunidad de Corinto, que llevamos un tesoro en vasijas de barro? Y que ese tesoro, Jesucristo, actúa, incluso hace milagros, con esas vasijas de barro que somos cada uno de nosotros. ¿No es acaso un milagro todo lo que ha hecho en estos 2000 años de historia? Incluso, a pesar nuestro. ¿No es acaso un verdadero milagro que, a pesar de nuestra pequeñez, flaqueza y debilidades, siga operando? Ese es el milagro. La Iglesia la construye Jesús no sólo a pesar del barro, sino que con el barro, para que así nadie se gloríe de su propia obra sino sólo de la de El, el Salvador. Por eso resuenan hoy, en medio de este drama que nos parte el alma, con más fuerza las palabras de Pedro: Señor, ¿dónde iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios? (Jn. 6,68).

Sin Jesús nada podemos hacer. Es hora de poner la confianza en El, de mirarlo a El, porque si los hombres nos decepcionan, no nos va a decepcionar Dios. Dios no nos va abandonar aunque la barca de Pedro se mueva por los pecados de los hombres y tengamos la sensación de que está dormido en la proa, o de que no pescamos cuando navegamos mar adentro y echamos las redes. Si nuestra Iglesia está edificada sobre roca dura, aunque vengan los vientos huracanados, las tormentas y los torrentes, el edificio se mantiene firme porque no es obra humana, no es fruto de estrategias políticas ni de marketing, sino que es obra de Dios mismo.

Hoy, con San Pablo (Rom. 8,35) repetimos que nada, absolutamente nada, ni siquiera la muerte y el pecado, nos va a separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Ahí radican nuestra esperanza, nuestra fortaleza, nuestra alegría y nuestro futuro. Ahí radican el interés irrenunciable a la verdad, a la justicia respecto de quienes fueron dañados y, sobre todo, la voluntad de pedir perdón con humildad por el mal causado, así como de darlo y recomenzar de nuevo.

Permítanme ir más lejos en estos días aciagos. Miremos la cruz. ¿Qué vemos? Vemos al justo, al santo, al inocente, al que pasó haciendo el bien crucificado. El fue traicionado y su vida, mirando la cruz, es un fracaso. Da la impresión que ganaron el pecado y la injusticia, pero ese fracaso era sólo en apariencia, puesto que terminó siendo la manifestación más grande de su amor al decirnos que los muertos resucitan.

Esperemos la acción de Dios, que es capaz de sacar bien del mal. ¿Acaso no nos dice San Pablo que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia?

Al interior de mi Iglesia herida –como nos lo recordara Benedicto XVI– por el pecado de algunos de sus ministros, he recibido manifestaciones de aprecio sincero por ser sacerdote. Esa experiencia la hemos vivido muchos. Las personas intuyen el valor del sacerdocio y nos conocen en la vida real. Creo que esa muestra de cariño es, al mismo tiempo, la búsqueda de respuestas a preguntas muy profundas. Sí, he visto a muchos que con su mirada y apoyo nos están diciendo: perseveren, ¿quién rezará por nosotros?

Perseveren, ¿quién nos consolará en el momento de la aflicción?

Perseveren, ¿quién nos perdonará en nombre del mismo Dios?

Perseveren, ¿quién nos recordará que cada hijo es una bendición en medio de 50 millones de abortos al año considerados como signo de desarrollo?

Perseveren, ¿quién nos bendecirá?

Perseveren, ¿quién nos hablará del amor de Dios?

Perseveren, ¿quién le dará sepultura a nuestros difuntos y nos dirá que resucitarán?

Perseveren, ¿quién nos ayudará a encontrarle sentido a la vida a la luz de Cristo, que es el camino, la verdad y la vida?

Perseveren, ¿quién nos ayudará a educar a nuestros hijos?

Perseveren, ¿qué haríamos los domingos sin la misa?

Perseveren. En medio de tanto egoísmo, individualismo e indiferencia, ¿quién nos recordará que los pobres no pueden esperar y quién nos animará a ser justos y solidarios?

Perseveren, ¿quién nos recordará que hay presos, enfermos y afligidos por visitar y consolar?

Perseveren, ¿quién nos dirá en medio de tanta ostentación que la sencillez de vida es un valor?

El don del sacerdocio nos lleva a decir una y otra vez: no hay espacio en el sacerdocio para los que dañan a los jóvenes. No hay espacio, y quien lo haga tendrá que responder ante Dios y la justicia. Es un crimen horrendo a los ojos de Dios y el daño que produce es inmenso.

Por eso duele cuando se gozan de nuestra herida. En un programa radial se comentaba que el caso de las acusaciones en contra del presbítero Fernando Karadima estaba “entretenido”. Es una crueldad encontrar “entretenido” el drama de quienes fueron objeto de abusos y de sus familias y que merecen todo nuestro respeto y apoyo, así como el drama de una persona denunciada y que ha sido declarado culpable y sancionado por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Con las heridas de una comunidad no se juega, y no son motivo de entretención, sino que de oración y de preguntarse qué hemos de hacer para que nada de aquello vuelva a ocurrir. Nunca más. Con el dolor no se juega, con el drama de una comunidad no se juega. Es fundamental conocer la verdad. Es importante, a partir de ella, hacer justicia y reparar a las víctimas, pero con caridad. La justicia sí, pero en la verdad. Y nunca perder la esperanza de la posibilidad de perdón, de misericordia y de reconciliación. No es lícito convertir en leña el árbol caído.

San Pablo dice que la gracia de Dios nos basta. Pongamos en El nuestra confianza y pidámosle que no nos deje caer en el desánimo y la desesperanza, sino que nos ayude a fortalecer con mayor intensidad nuestra fe en El.

Es la hora de trabajar con más intensidad para que la viña del Señor sea el lugar donde resplandezcan el amor de Cristo y su santidad. Este tiempo de purificación, en que pedimos perdón por el daño que algunos han causado; es también el tiempo de valorar y agradecer todo cuanto nos ha dado Dios a través de su Iglesia; la que, a pesar de frágiles hombres y mujeres que se consagraron a El, ha hecho una obra maestra que brilla con su luz don de hay oscuridad, con su esperanza donde hay desesperanza, con la verdad donde hay mentira, con la caridad donde hay odio. Ello se vive en nuestros colegios y parroquias y no me equivoco cuando afirmo que no hay lugares más seguros que éstos para los jóvenes. No los hay.

POLÍTICA: "Progresistas: de la risa a la furia", por Gonzalo Rojas. El Mercurio, 13 de abril de 2011.

Felices y furiosos: así están los liberales y progresistas. Felices, porque han pillado en falta a fulano o a perengano, a la menganita o a la zutanita. Furiosos, porque -para sus ahora delicadas epidermis- las faltas cometidas por los acusados son inaceptables.
Se los ve por todos lados en esa doble actitud: después de sonreír maliciosamente -porque ellos lo sabían, yo te lo dije, a mí no me vienen con cuentos- comienzan a enardecerse, suben el tono de la voz, se les acaba la ironía y terminan indignados ante tanta maldad y pecado.
Vaya paradoja. Alegrarse por el mal ajeno, sólo porque el vicio se ha presentado en las vidas de quienes consideraban sus rivales y ahora son la peste negra, les llena el alma de gorgoritos, mas sólo por un breve tiempo, porque esa bilis es tan corrosiva, que después de la burla aparece la furia.
Y entonces el enojo furibundo -a más de alguno se le ha visto gritar prometiendo que acabará con todos los perversos- descubre el verdadero objetivo de la crítica y de la descalificación. Porque el norte de los liberales y de los progresistas no ha sido nunca proteger a los niños (mientras a más temprana edad se inicien los adolescentes en la vida sexual, mejor, nos dicen); ni dotar al clero, a los pastores o a los rabinos de una adecuada formación y control de calidad (mientras menos y más tontos sean, antes se acabará el oscurantismo, afirman); ni, por cierto, reforzar una moral única para todos los miembros de la especie, obligatoria y liberadora a la vez (mientras más autonomía tenga cada uno, menos cadenas arrastrará, sostienen).
Su objetivo, mil veces repetido, es un rotundo "vive como quieras".
Y por eso se enojan los nuevos cátaros, porque creen estar luchando contra los malos, pero tienen que hacerlo en el nombre del bien. Y en el bien, vaya, en el bien como tal, ellos en realidad no creen. Intuyen que están dentro de una maraña, capturados. Eso los pone de muy mal genio.
Sí, porque la misma vara que liberales y progresistas están usando para censurar a quienes la han derribado culpablemente, esa misma vara, queda ahora enaltecida como medida y referente de los actos humanos. Podrás reírte y descalificar al que ya la botó, pero seguro que te gustaría haberte propuesto algún día saltar a esa altura.
Y ahora que criticas, ¿estás dispuesto a imponértela a ti mismo como medida de tus hechos, o esa exigencia sólo corre para tus rivales?
Porque por tus actos se te medirá, sí, a ti también.
Pero el desagrado de los liberales no termina ahí, ya que más encima los rivales del progresismo -conscientes y arrepentidos por las faltas cometidas- se han atrevido a pedir perdón. Da lo mismo, la respuesta será igual de dura, porque, ¿habrase visto desfachatez igual?
Querer convalidar el pecado con la humildad. No hay límites. Y por eso, ante este último recurso que los liberales consideran inaceptable, el progresismo responde con todo. Increíble, incomprensible, inaudito: así se califica al que se atreve a pedir perdón.
Pedir sinceramente perdón es la altura máxima, el récord mundial de la autoexigencia moral. Y eso -lo declaran ellos mismos- está muy lejos de lo que resulta aceptable para un progresista.
Bien lo sabía Bloy: "Los burgueses son demasiado adorables para no convertirse ellos mismos en dioses; a quienes les corresponde pedir es a ellos, sólo a ellos". Es la diferencia entre, por una parte, los que saben que pueden pecar y cuando lo hacen piden perdón y, por otra, los que, pecando, sólo atinan a reírse primero, para enojarse después.
Junto a todos los males padecidos, seguro que esa diferencia será percibida como un gran bien.

POLITICA: "Un joven de 17, ¿sabe lo que hace?", por Hernán Corral. La Segunda, 12 de abril de 2011.

El cardenal Medina ha aclarado que, cuando sostuvo que un muchacho de 17 años “sabe lo que está haciendo”, no tuvo intención de minimizar los graves abusos del sacerdote Karadima condenados por el Vaticano. Hay que recordar, en efecto, que la sentencia vaticana no sólo lo sancionó por abuso de menores, sino también por delito contra el sexto precepto del Decálogo (no fornicar) cometido con violencia y por abuso de ministerio (donde parece incluirse un ejercicio ilícito de la dirección espiritual y de la confesión).

En cualquier caso, extraña que hayan guardado significativo silencio personas e instituciones a las cuales la frase de Medina debería haber suscitado no sólo adhesión, sino aplauso.

No ha salido a defender la idea ninguno de los líderes del progresismo y de las organizaciones pro libertad sexual (por ejemplo, el Movilh) que públicamente han dicho que los adolescentes deben ser autónomos para decidir sobre su sexualidad. Estas personas y organizaciones apoyaron el requerimiento para que el Art. 365 del Código Penal fuera declarado inconstitucional, por el hecho de penalizar la sodomía consentida con menores de 18 años. Se alegó que para las relaciones homosexuales debía considerarse como edad suficiente la misma que la ley fija para las heterosexuales; es decir, 14 años. La mayoría del Tribunal rechazó el recurso (sentencia de 4 de enero de 2011), pero hubo tres connotados ministros (Viera-Gallo, Carmona y Vodanovic) que votaron a favor de los 14 años. Por cierto, el Movilh y el progresismo liberal lamentaron la decisión de la mayoría, aunque reivindicaron como conquista que el Tribunal excluyera del tipo penal las relaciones lésbicas, que serían lícitas a contar de los catorce.

Hay que agregar que la idea de la autonomía sexual de los adolescentes ha ido imponiéndose en otras esferas. La Ley de Fertilidad, Nº 20.418, propiciada con entusiasmo por el gobierno de Michelle Bachelet, dispuso expresamente que los jóvenes menores de edad pueden pedir que se les proporcionen anticonceptivos de emergencia (en lo que los parlamentarios entendieron incluir la píldora del día después) sin necesidad de autorización o consulta previa de sus padres. Más aún: noticias de prensa han informado que, con motivo del proyecto de ley de derecho de los pacientes, la Comisión de Salud del Senado pretende en estos días ampliar este criterio a todas las cuestiones relativas a la salud reproductiva de los muchachos y muchachas.

Por si lo anterior no bastase, existe también en el Congreso un proyecto de ley que propone derogar el Art. 365 del Código Penal, para permitir que los jóvenes menores de 18 puedan mantener relaciones homosexuales con personas mayores sin que estos sean criminalizados (Boletín 6685-07). El proyecto es patrocinado por un grupo de diputados, entre los que se encuentran figuras como Fulvio Rossi y María Antonieta Saa.

Sería sano para el debate público que estas personas e instituciones aclararan si siguen manteniendo la conveniencia de reducir la edad del consentimiento para opciones de vida sexual como las relaciones homosexuales. Si así fuera, deberían explicar por qué les escandaliza tanto que se afirme que un joven de 17 años, en este tipo de decisiones, sabe lo que hace.

jueves, 7 de abril de 2011

"Entusiasmos pasajeros", por Rodericus. El Mercurio, 7 de abril de 2011.

Los entusiasmos pasajeros no suelen ser herramientas fecundas cuando se debe poner manos a la obra en determinada ocupación. Correr muy rápido sirve para rendir en trechos cortos, pero no ayuda en periplos que exigen un gran esfuerzo y largo aliento. No se triunfa en la maratón acelerando al comienzo de la carrera, ni se acierta en el blanco disparando flechas con premura. Por eso mismo, más que exaltaciones momentáneas, que apenas sirven para arribar a la meta, lo que verdaderamente da fruto es la perseverancia en los empeños emprendidos y la consistencia del carácter en relación con lo ya decidido.
No es exagerado emitir una voz de alerta ante las vehemencias transitorias, puesto que los ánimos que trepan por el tronco de la pasión descienden con la misma vertiginosidad con que alcanzaron la cima. Una actitud prudente indica que hay que ser cuidadoso a la hora de considerar la seriedad de las promesas y de los compromisos adoptados en instancias de ímpetus desmedidos.
El frenesí puede ser un sentimiento que ayude al inicio de cualquier proyecto vital, pero no podemos fiarnos de él para llegar al final de lo propuesto. De hecho, los arrebatos son emociones casi adolescentes y puramente exteriores si no van respaldados por una reflexión madura y una elección perdurable.

RELIGIÓN: "La Iglesia en dificultad", por Gastón Soublette. El Mercurio, 7 de abril de 2011.

He sido profesor universitario durante cuarenta años. En esas cuatro décadas he sondeado reiteradamente a mis alumnos sobre materia de fe, y el sondeo ha sido desastroso por decir lo menos. La mayor parte de ellos venía de hogares y de colegios católicos y no sabía casi nada sobre Jesucristo y el Evangelio. Eso es más grave que los escándalos recientes por actos reprobables cometidos por algunos sacerdotes.
El cuadro presentado por el testimonio de estos jóvenes durante tanto tiempo induce a formular un diagnóstico en el sentido de que los católicos hemos multiplicado las mediaciones en desmedro del Mediador, hemos proyectado al mundo un discurso más moralizador que evangelizador, con lo cual hemos empañado el maravilloso atractivo de la persona de Cristo y la grandeza del misterio pascual.
Por otra parte, cabe señalar que los trabajos voluntarios y las obras de caridad no cubren toda la razón de ser del Cristianismo, aunque son realizaciones motivadas por una concepción cristiana de la sociedad. Porque el hombre, además de sus necesidades básicas, tiene necesidades psicológicas y espirituales, por eso la falta de una verdadera evangelización puede ser peor que la extrema pobreza.
En relación con esto, puede decirse sin temor a exagerar que los dos libros sobre Jesús de Nazaret escritos recientemente por el Papa Benedicto XVI constituyen la mejor carta pastoral que un pontífice romano puede dirigir a la cristiandad. Creo que él con sus enseñanzas nos está llamando al orden en el sentido de poner a Jesucristo en el centro de todo lo que un cristiano piensa, siente y hace. Como también creo que él no sólo espera que esos libros sean leídos por intelectuales y teólogos, sino que se formen grupos de lectura bajo la dirección de un sacerdote o laico capaz de dar razón del contenido del texto. Sería bueno que eso ocurriera a la manera como los cristianos primitivos leían en comunidad las cartas del apóstol Pablo, porque aunque no se llame Pablo, Benedicto XVI ha pasado de hecho a ser nuestro Pablo, en el siglo XXI de la era que empezó con sus célebres "epístolas".

viernes, 1 de abril de 2011

RELIGION: "Límites de la inteligencia", por Gastón Soublette. El Mercurio, 31 de marzo de 2011.

La columna dominical de Carlos Peña es siempre una pequeña obra maestra de la literatura periodística. Por eso él goza del prestigio de ser uno de los chilenos más inteligentes, habiendo adquirido una especie de infalibilidad laica (en oposición a la infalibilidad del vicario de Cristo). Su última columna sobre el caso Karadima es estremecedora por lo convincente de su argumentación, pero más estremecedora aún por su reflexión sobre la Iglesia, a la cual señala con un dedo acusador, cuya crítica abarca sus dos mil años de existencia.
Ante este caso conviene reflexionar en el sentido de que hay hombres inteligentes y hombres inteligentes... El caso de Carlos Peña nos presenta a un intelectual demasiado consciente de su propia inteligencia, y tanto que está como imposibilitado de ver sus limitaciones. Algo similar a lo que ocurre con el físico inglés Stephen Hawking, quien, siendo un hombre extremadamente inteligente, cuando habla de Dios lo hace tan torpemente que desprestigia a su gremio.
La afirmación de Carlos Peña de que la Iglesia ha durado tanto tiempo porque ha extendido sus "redes" gracias a prácticas como las de Karadima y Errázuriz (perversión y secretismo) constituye un agravio sin precedentes en la historia de Chile, y procede justamente de un intelectual que no ha tenido la sabia humildad de reconocer los límites de su inteligencia y de su cultura.
Lo que Carlos Peña demuestra ignorar es que todas las culturas han nacido de un acontecimiento trascendente que ha tenido el poder de convocar y constituir pueblos y naciones vinculados por lazos espirituales que le han dado sentido a su destino histórico. Con esta premisa se entiende que, mal que le pese a don Carlos, la Iglesia ha sido la matriz de nuestra cultura occidental. Sin ella no existiría esta cultura, la cual fue fundada por un acontecimiento espiritual (el más grande prodigio del universo) que generó un paradigma de cosmovisión cuyos valores no podrán ser abolidos nunca más, aunque puedan ser transgredidos. Eso explica por qué hasta los hombres más perversos que ha habido en la historia, en momentos cruciales de su vida pública se han visto obligados a justificarse ante el mundo en referencia a esos valores (incluidos los del señor Peña).
La Iglesia ha durado tanto tiempo por las mismas razones que han durado milenios el Judaísmo y el Islam, en oposición a las ideologías cuya vida es efímera. Pero ¿qué entienden de eso los opinólogos top de la inteligencia?