viernes, 28 de enero de 2011

RELIGION: "Creo en Dios, pero no en la Iglesia", reportaje al teólogo Han Küng. El País, 28 de enero de 2011.

"He sido y soy un miembro fiel de la Iglesia. Creo en Dios y en su Cristo, pero no creoen la Iglesia. Rechazo toda equiparación de la Iglesia con Dios, todo infatuado triunfalismo y todo egoísta confesionalismo". Con esta contundencia se expresa el teólogo Hans Küng a punto de cumplir los 83 años (lo hará en marzo próximo). Ayer, la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) celebró la festividad de Tomás de Aquino entregándole el título de doctor honoris causa. Era una deuda que tenía la universidad española con uno de los pensadores cristianos más relevantes del último siglo.

Küng recibió su primer doctorado honorífico a los 34 años en la Universidad de Sant Louis (Misuri, EE UU), y ha ido acumulando desde entonces otra veintena de las más altas distinciones académicas. Ninguna en España. Ayer le honró la UNED a propuesta de su Facultad de Filosofía, subrayando así su gran talla como filósofo pero, también, el que no haya sido una Facultad de Teología la que otorgase la distinción.

Nacido en Sursee (Lucerna, Suiza) el 19 de marzo de 1928, Küng fue definido ayer como "el teólogo más católico" de este tiempo, en el sentido etimológico de la palabra católico (es decir, universal). Lo es por fama, prestigio e influencia, pero también por la difusión de sus obras, que ya suman los 60 títulos, muchos de ellos de más de mil páginas.

Manuel Fraijó, el catedrático de Filosofía de la religión en la UNED y encargado de hacer la laudatio del nuevo doctor, lo subrayó recordando cómo fue recibido en 1974 "uno de sus libros más geniales", Ser Cristiano. "Era -sigue siendo- una obra repleta de información histórica y pasión creyente. Jesús, su historia y su mensaje se acercaron a los hombres y mujeres del siglo XX. Desde él se puede mirar hacia atrás y hacia adelante, hacia Calcedonia y hacia el siglo XXI. El entusiasmo fue generalizado. Sólo disintió una voz: la del magisterio. Los guardianes de la fe parecieron pensar que lo genuinamente cristiano sólo es reconocible en fotografías muy antiguas. Desconfiaron del color, de la innovación, de la chispa, de la originalidad, de la libertad que reflejaba esta obra. Fue, probablemente el libro de teología más leído del siglo XX", dijo.

A Hans Küng lo nombró Juan XXIII teólogo oficial -perito- del concilio Vaticano II cuando aquel apenas había cumplido los 32 años. El carismático Papa había quedado fascinado leyendo la tesis doctoral del joven teólogo, publicada en 1957 con el título La justificación. Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica. Küng se atrevía ahí con un tema que, desde los inicios de la reforma de Lutero, había dividido durante siglos a católicos y protestantes, causando guerras y sufrimientos terribles.

Tomando como exponente del pensamiento protestante al gran Karl Barth, el joven teólogo mostraba que incluso en un asunto tan maldito -la justificación- era posible el entendimiento entre las dos grandes confesiones. Cuando Küng viajó poco después a Estados Unidos, invitado a hablar de ese libro y de su relevante papel de perito en el Vaticano II, su fama era tal que fue invitado a un almuerzo privado en la Casa Blanca por el presidente Kennedy.

Como antes con Tomás de Aquino, o los místicos Juan de la Cruz, Teresa de Jesús e, incluso, Giordano Bruno, a Hans Küng su obra le ha costado muchos disgustos con la jerarquía de la Iglesia romana, que llegó a retirarle la licencia para enseñar teología católica. La orden la dio Juan Pablo II y fue ejecutada por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. "Toda nueva verdad nace como herejía, tanto más cuanto más nueva sea", subrayó ayer Fraijó citando al jesuita Teilhard de Chardin, otro castigado por la moderna inquisición.

Pese a todo, Küng no ha dejado de sentirse miembro de la Iglesia. Nunca tuvo la tentación de abandonarla cuando le llovían censuras y críticas. Pero tampoco renunció a decir lo que pensaba, en cada momento, incluso después de haber sido llamado amistosamente por Benedicto XVI a un largo encuentro meses después de haber sido elegido papa. Habían sido colegas en la Universidad de Tubinga (Alemania) y peritos del concilio, ambos a la misma edad, casi unos chavales.

Deslumbrantes por igual, al parecer, Küng y Ratzinger han seguido caminos muy distintos, el primero culminando una obra teológica impresionante, el segundo renunciando a ella por una carrera eclesiástica en el Vaticano que le condujo finalmente al Pontificado.

Ayer recordaba Manuel Fraijó que, poco antes de terminar el concilio, Pablo VI llamó a Küng a su despacho privado y le hizo una "oferta de trabajo" que hubiera podido cambiar su biografía. Lo cuenta con envidiable maestría literaria el mismo Küng en el primer volumen de sus memorias, Libertad conquistada.

Pablo VI le dice: "Cuánto bien podría hacer usted si pusiera sus grandes dotes al servicio de la Iglesia". Küng le responde: "¿Al servicio de la Iglesia? Santidad, yo ya estoy al servicio de la Iglesia". Pero el Papa se refería a la Iglesia específicamente romana. Añadió: "Debe confiar en mí". Respuesta de Küng: "Yo tengo confianza en Su Santidad, pero no en cuantos están en su entorno".

El Papa le sugirió que no sería necesario que estuviese de acuerdo con todo lo que sucede en la curia romana. Bastaría con adaptarse un poco, con practicar una cierta conformidad. "Küng sospecha que una oferta parecida debió de recibir, por aquellas mismas fechas, el otro gran teólogo joven del momento, su compañero Joseph Ratzinger, con resultados de sobra conocidos. No tendría sentido, en este momento, echar a pelear biografías", concluyó el profesor Fraijó.

Küng hace ahora memoria de su larga vida, a punto de terminar un nuevo libro y mientras avanza en la redacción del tercer tomo de memorias. En España acaba de publicar la editorial Trotta Lo que yo creo, donde contesta en 250 páginas hermosísimas a una pregunta que le hacen de continuo los admiradores: "Con toda sinceridad, señor Küng, ¿en qué cree usted personalmente?".

Esta es una de sus conclusiones: "Durante toda una vida de teólogo me he comprometido a favor de la renovación de la Iglesia y la teología católicas, así como en favor del entendimiento entre las Iglesias cristianas. He podido ser testigo de algunos éxitos, sobre todo bajo Juan XXIII y durante el concilio Vaticano II. Pero también he tenido que encarar reveses, en especial bajo los papas posconciliares. Ellos y su aparato curial del poder traicionaron el concilio reformista y pusieron de nuevo en pie, a fin de bloquear cualquier reforma, el sistema romano, antirreformado y antimoderno, propio de la Edad Media, con un colegio episcopal por entero domesticado".

POLÍTICA: "Muchos ensayos han resultado mal", por Carlos Larrain Peña. El Mercurio, 26 de enero de 2011.

En varios artículos escritos por quienes representan la postura llamada liberal, parece entenderse que lo medular es la exaltación y protección del mágico instante de la decisión individual libre de cualquier referencia externa, sea cultural o religiosa, y aun, también, de la aplicación de la razón práctica porque, ¿cómo funciona la razón sin la ponderación de alguna categoría o principio de acción?
La decisión individual perfectamente satisfactoria en la propuesta liberal siempre se da en el vacío completo. No está claro si la noción de conciencia personal quepa en el horizonte de estos liberales, y si lo hace es sólo como el último refugio del relativismo: "yo y mis circunstancias".
Sorprende el esfuerzo notable que ponen algunos en probar que los liberales tienen siempre la razón; es decir, andan de la mano con "la verdad" a través de la historia. Y es notable, porque si se aplica el método del ensayo y error preferido por esa corriente, se comprueba que muchos ensayos han resultado mal.
Veamos un ejemplo:
El capitalismo, en especial su versión siglo XIX, es considerado paradigma liberal. Efectivamente, mueve energías y crea riqueza, pero capas completas de la humanidad quedan rezagadas, mientras que los elementos tradicionales de la cultura comunitaria ya no operan para proteger a los "quedados" que no saben o no pueden subirse al carro del éxito mercadista.
Constatando lo anterior, los que siempre rechazan las injerencias externas como condicionantes, en esta coyuntura y con razón, llaman al Estado a compensar desigualdades. ¿Cómo podría un gobierno propiamente liberal hacerlo si acaso para ello deberá recurrir a las nociones del bien común y de la justicia? Ambas suponen una referencia a categorías de aplicación universal, y por ende proscritas de la vida social precisamente por el liberalismo, que declara a ambas nociones como próximas a la metafísica, y por ende dañinas, inhibidoras de la espontaneidad salvaje que Rousseau postulaba.
Se cuenta que el propio Voltaire rechazó esa premisa cuando leyó algo del Emilio, comentando al autor que no había continuado más la lectura por temor a descubrirse a sí mismo en cuatro patas y comiendo hierbas. Como vemos, ni siquiera Voltaire, el venerado campeón del escepticismo, soportaba la simplificación de algunas tesis liberales.
Y mientras este tipo de liberales bogan por una suerte de estado natural aséptico, libre de todo marco de referencia, sorprende su empeño para capturar el aparato estatal, y desde ahí impulsar la inclinación tan común a todos (antes de pasar por alguna forma de educación) de la gratificación individual instantánea.
Ofrezco un abordaje más matizado: todo observador medianamente sensible sabe que la realidad social tiene cosas buenas que es útil cuidar y fomentar, entre ellas la libertad, y otras que deben desalentarse y superarse. Esta es la premisa central del conservantismo.
Necesitamos la ayuda de la cabeza y del corazón. Las ideas quieren a las ideas, incluso a las contrarias, enseñaba Gilson. Una actitud más abierta, sin tanto recurso a las etiquetas, hará posible una mejor discusión y quizás una mejor vida social. Nadie con los ojos despejados puede afirmar con fe ciega que todo está bien y que irá mejor.

CULTURA: "La cultura del espectáculo", por Mario Vargas Llosa. Babelia, número 1000. 22 de enero de 2011.

Las horas han perdido su reloj"

Vicente Huidobro

Este ensayo fue naciendo en los últimos años sin que yo me diera cuenta, a raíz de la incómoda sensación que solía asaltarme a veces visitando exposiciones, asistiendo a algunos espectáculos, viendo ciertas películas, obras de teatro o programas de televisión, o leyendo ciertos libros, revistas y periódicos, de que me estaban tomando el pelo y que no tenía cómo defenderme ante una arrolladora y sutil conspiración para hacerme sentir un inculto o un estúpido.

Este libro es mi alegato de defensa. Cuando comencé a escribirlo descubrí que llevaba tiempo tocando algunos de sus temas de manera fragmentaria en artículos y polémicas, y eso explica que cada capítulo tenga como colofón unos "antecedentes" que reproducen aquellos textos tal como fueron publicados (con la ocasional corrección de una errata o una falta de puntuación). Pero he utilizado también, en algunos capítulos, partes, a veces muy amplias, de ensayos y charlas, introduciendo en estos textos, allí sí, enmiendas importantes. Pese a todos esos collages creo que el libro es un ensayo orgánico que fui elaborando a lo largo de años aguijoneado por un tema inquietante y fascinante: cómo la cultura dentro de la que nos movemos se ha ido frivolizando y banalizando hasta convertirse en algunos casos en un pálido remedo de lo que nuestros padres y abuelos entendían por esa palabra. Me parece que tal transformación significa un deterioro que nos sume en una creciente confusión de la que podría resultar, a la corta o a la larga, un mundo sin valores estéticos, en el que las artes y las letras -las humanidades- habrían pasado a ser poco más que formas secundarias del entretenimiento, a la zaga del que proveen al gran público los grandes medios audiovisuales, y sin mayor influencia en la vida social. Ésta, resueltamente orientada por consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito, y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales.

Ésta no es una pesadilla orwelliana sino una realidad perfectamente posible a la que, insensiblemente, se han ido acercando las naciones más avanzadas y libres del planeta, las del Occidente democrático y liberal, a medida que los fundamentos de la cultura tradicional entraban en bancarrota, se iban desintegrando, y los iban sustituyendo unos embelecos que han ido alejando cada vez más del gran público las creaciones artísticas y literarias, las ideas filosóficas, los ideales cívicos, los valores y, en suma, toda aquella dimensión espiritual llamada antiguamente la cultura, que, aunque confinada principalmente en una elite, desbordaba en el pasado hacia el conjunto de la sociedad e influía en ella dándole un sentido a la vida y una razón de ser a la existencia que trascendía el mero bienestar material del ciudadano. Nunca hemos vivido como ahora en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos ni mejor equipada para derrotar la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados y extraviados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos aquí en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué es exactamente lo que hay en ellas y qué no. Antes, la razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas, pero lo que hoy entendemos por cultura está exonerada por completo de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble, o una forma de diversión ligera para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos y de espaldas al conjunto de la sociedad.

La idea de progreso es engañosa. Quién, que no fuera un ciego o un fanático, podría negar que una época en la que los seres humanos pueden viajar a las estrellas, comunicarse al instante salvando todas las distancias gracias al Internet, clonar a los animales y a los humanos, fabricar armas capaces de volatilizar el planeta e ir destruyendo con nuestras prodigiosas invenciones industriales el aire que respiramos, el agua que bebemos y la tierra que nos alimenta, ha alcanzado un desarrollo sin precedentes en la historia de la humanidad. Al mismo tiempo, nunca ha estado menos segura la supervivencia de la especie por los riesgos de una confrontación atómica, la locura sanguinaria de los fanatismos religiosos y la erosión del medio ambiente, y acaso nunca haya habido, junto a las extraordinarias oportunidades y condiciones de vida de que gozan los privilegiados, el contraste de la pavorosa miseria y las atroces condiciones de vida que todavía padecen, en este mundo tan próspero, centenares de millones de seres humanos, y no sólo en el llamado Tercer Mundo, también en enclaves de horror y vergüenza en el seno mismo de las ciudades más opulentas del planeta.

En el pasado, la cultura tuvo siempre que ver con esos temas y fue a menudo el mejor llamado de atención ante semejantes problemas, una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo. Ahora, más bien, lo que llamamos cultura es un mecanismo que permite ignorar los asuntos problemáticos, distraernos de lo que es serio, sumergirnos en un momentáneo "paraíso artificial", poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca, es decir, una pequeña vacación de irrealidad.

Todos estos son temas profundos y complejos que no caben en las pretensiones, mucho más limitadas, de este libro. Éste sólo quiere ser un testimonio personal, en el que aquellas cuestiones se refractan en la experiencia de alguien que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por un modelo a aquellas personas cultas, que se movían con desenvoltura en el mundo de las ideas y que tenían más o menos claros unos valores estéticos que les permitían opinar con seguridad sobre lo que era bueno y malo, original o epígono, revolucionario o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía, la música. Muy consciente de las deficiencias de mi formación escolar y universitaria, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos. No había en ello sacrificio alguno. Más bien, el inmenso placer de ir, poco a poco, descubriendo que se ensanchaba mi horizonte intelectual, que entender a Nietzsche o a Popper, leer a Homero, descifrar el Ulises de Joyce, gustar la poesía de Góngora, de Baudelaire, de T. S. Eliot, explorar el universo de Goya, de Rembrandt, de Picasso, de Mozart, de Mahler, de Bartók, de Chéjov, de O'Neil, de Ibsen, de Brecht, enriquecía extraordinariamente mi fantasía, mis apetitos y mi sensibilidad.

Hasta que, de pronto, empecé a sentir que muchos artistas, pensadores y escritores contemporáneos me estaban tomando el pelo. Y que no era un hecho aislado, casual y transitivo, sino un verdadero proceso del que parecían cómplices, además de ciertos creadores, sus críticos, editores, galeristas, productores, y un público de papanatas inconscientes a los que aquellos manipulaban a su gusto, haciéndoles tragar gato por liebre, por razones crematísticas a veces y a veces por pura frivolidad.

Quiero dejar sentada mi protesta, por lo que pueda valer, que, lo sé, no será mucho. Hay demasiados intereses de por medio, helás. Probablemente, el fenómeno que este ensayo describe en unos cuantos apuntes no tenga remedio, porque forma ya parte de una manera de ser, de vivir, de fantasear y de creer de nuestra época, y que lo que este libro añora sea polvo y ceniza sin resurrección posible. Pero podría ser, también, ya que nada se está quieto en el mundo en que vivimos, que ese fenómeno, la civilización del espectáculo, perezca sin pena ni gloria, por obra de su propia inanidad y nadería, y que otro lo reemplace, acaso mejor, acaso peor, en la sociedad del porvenir. Confieso que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer. En cambio, me interesa mucho el pasado, y muchísimo el presente, que sería incomprensible sin aquél. En este presente hay innumerables cosas mejores que las que vieron nuestros ancestros, desde luego: menos dictaduras, más democracias, una libertad que alcanza a más países y personas que nunca antes, una prosperidad y una educación que llegan a muchas más gentes que antaño y unas oportunidades para un gran número de seres humanos que jamás existieron antes, salvo para ínfimas minorías.

Pero, en un campo específico, aunque de fronteras volátiles, el de la cultura, creo que hemos retrocedido, sin advertirlo ni quererlo, por culpa fundamentalmente de los países más cultos, los de la vanguardia del desarrollo, los que marcan las pautas y las metas que poco a poco van contagiando a los que vienen detrás. Y asimismo creo que una de las consecuencias que podría tener la corrupción de la vida cultural por obra de la frivolidad, podría ser que aquellos gigantes, a la larga, revelaran tener unos pies de barro y perdieran su protagonismo y poder, por haber derrochado con tanta ligereza el arma secreta que hizo de ellos lo que han llegado a ser, esa delicada materia que da sentido, contenido y un orden a lo que llamamos civilización.

Juan Dolio, diciembre de 2010.