jueves, 8 de julio de 2010

LECTURA: "La familia Cats", por Isak Dinesen.

La familia Cats, es una familia que corriendo el siglo XVIII en Amsterdam, constituye el ejemplo moral para todos los demás ciudadanos. Sus integrantes son y viven en función de ser ejemplos de virtud a los ojos de los otros.
Sin embargo, como condición de que el prestigio de dicha familia se mantenga, siempre uno de sus miembros en vida debe jugar el papel de "oveja negra". Y es que "la virtud no puede existir sin el pecado", según piensan en esta familia.
Por eso, todo se desordena desde el momento en que Jeremías, habiendo caído en el vicio, resuelve finalmente convertirse al bien. Entonces toda la familia se hace consciente de su vulnerabilidad al transformarse en gente común y corriente ante los demás, y se sienten en el deber de lograr a toda costa que el converso regrese a sus antiguas andanzas.
Libro excelente, muy recomendable, y que se presta para profundas reflexiones acerca de la justicia, la misericordia, el bien y el mal.

IDEAS: "Monólogo de un hombre extraviado", por Cristián Warnken. El Mercurio, 8 de julio de 2010.

Ella está pegada a su Blackberry, él a su iPhone. Ella ya no escucha, él ya no mira a los ojos. Les hablo y dicen “sí”, como en trance, pero en realidad están recibiendo un mensaje de otra parte. No. No quise decir de “otra dimensión”, sino de otra u otro que, como ellos, pegados también a sus pantallas portátiles, les escribieron algo que los sacó de “aquí”, de ahora, de este momento único e irrepetible en la historia del universo. Alguien escribió a otra: “Estoy paseando a mi perro”. ¡Qué noticia! O “Te llamo ahora”. ¿Por qué no la llama, simplemente?, ¿por qué tiene que escribir todo el santo día lo que está haciendo o lo que va a hacer en los próximos minutos en su teclado negro? Dicen que Obama no deja de llevar consigo su “Black”. Que todos sus asesores tienen uno. No vaya a ser que a sus guardaespaldas se les ocurra tener también uno: cualquier francotirador podría aprovecharse de la distracción para dispararle al corazón, el corazón de un hombre que es también el corazón de un imperio. ¿Los francotiradores usan Blackberry o iPhone? No sé cuál de los dos prefieren los asesinos en serie, los pedófilos o las abuelas. Conozco una abuela que cuida a sus nietos, pero que en realidad, hay que decirlo, está cuidando su Blackberry, atenta a si alguien le ha escrito algo, lo que sea, mientras el nieto más pequeño está a punto de desbarrancarse de la escaleraElla duerme con el Blackberry prendido, él acaricia su iPhone, desliza sus dedos por la superficie de su nueva amante todo servicio. Tal vez sueñan con mensajes de texto. Quizás el Blackberry y el iPhone sean los símbolos de algo poderoso, las nuevas manzanas de un nuevo árbol del conocimiento. “No me casé con mi mujer, me casé con un Blackberry”—me dice un amigo despechado—. Lo mismo dirán otras mujeres de sus hombres pegados a un iPhone. Tal vez debieran juntarse los huérfanos y huérfanas que perdieron a los suyos adentro de estas nuevas redes y redactar una carta cadena rogando que regresen a casa. Come back home! Es que ya no estamos en casa, no tenemos hogar ni domicilio, nuestra dirección es un correo que flota en el inmenso espacio virtual. Y nuestro corazón está saturado de mensajes de texto. ¿Cómo volver, cómo regresar? Alguien me dijo que el cura de su parroquia usa Blackberry, y que confiesa online. Que hay un sitio de la Santa Sede que ofrece prédicas tipo. ¿Será cierto? ¿Y por qué no decir “Dios anda en los Blackberry”, así como Santa Teresa decía “Dios anda en los pucheros”? Algunos han dicho que Google es Dios; otros, más fanáticos, que Steve Jobs es su Dios, manzanita mordida mediante. Ella no suelta su Blackberry ni aunque tiemble la tierra. Ella se desnudó delicadamente, pero él no la vio, porque estaba adentro de su iPhone buscando imágenes de otras mujeres desnudas. El día del terremoto, ella gritó “¡Mi Blackberry está muerto!”, y ahí estaban los suyos, vivos, y no había modo de escapar a su presencia; ella estaba por primera vez condenada a mirarlos a los ojos, a oírlos, a olerlos. Pero ella volvió a su paraíso portátil, reenviando a sus otros “suyos” (los que no están “aquí”) mensajes apócrifos de García Márquez o Borges que circulan en la red, textos melosos que hablan de cómo aprovechar los instantes. Pero ella y él dilapidan esos instantes, Adán y Eva autoexpulsados del único Paraíso real: el del instante vivido. Ella y él están perdiendo a sus amigos, a su esposo, a sus hijos, el color de las hojas de otoño, el placer infinito de un café conversado, ella ya no escucha llover. Ellos se han fugado a otra dimensión donde hombres y mujeres aburridos, dopados por una “nada” común, se extravían en millones de Blackberries y iPhones diseminados por la Tierra, socios de un inmenso club virtual que se reúne las 24 horas del día para matar el tiempo y la vida.

viernes, 2 de julio de 2010

IDEAS: "¿Qué leer hoy día? Por puro deleite: volver a los clásicos", por Álvaro Valente. El Mercurio, 27 de junio de 2010.

Tomé el Quijote por enésima vez. Y ¡qué maravilla! Estoy una vez más enfrascado en el genio del idioma, en su prosa, en sus diálogos, en su humanidad... En suma, me divierto.

En el último tiempo he dejado a medio leer algunas novelas actuales de autores reconocidos, como Javier Marías o Ian McEwan, como Don Delillo o Roberto Piglia. No hablo de todas sus obras, sino de aquellas que he probado, que tampoco son muchas. Si ellas cobraban fuerza treinta páginas después, yo no tuve paciencia para averiguarlo. Me vuelvo cada vez más hedonista como lector. Siempre en busca del placer de leer, he vuelto por contraste -y por seguridad- a la relectura de los clásicos. Y en eso estoy con gran deleite, al menos durante una temporada.

Por el momento me cuesta soportar algunas deficiencias contemporáneas de esta índole: en los comienzos, lentitud inicial, inercia, acopio de antecedentes previos, confusa acumulación de personajes; en muchos pasajes, carencia de esa propiedad narrativa elemental que es el interés por saber lo que ocurrirá en la página siguiente; incrustaciones de ensayo pedante y culterano; mala hibridación de géneros literarios (que también las hay muy buenas); medianía correcta -pero siempre medianía- de la prosa, de la intriga, de los diálogos; falta de espesor humano de los caracteres; y, como flotando sobre las páginas, ese airecillo insubstancial que afecta a gran parte de lo posmoderno. Uno que otro lastre de ese tipo me basta para cerrar el libro. A estas alturas no estoy para cumplir deberes escolares.

Puesto a volver atrás, una posibilidad era la novela de la primera mitad del siglo XX; otra, la novela del siglo XIX, sobre todo la anglosajona y la francesa. Pero, por motivos que no vienen al caso, salté más atrás, mucho más atrás. Tomé el Quijote por enésima vez. Y ¡qué maravilla! Estoy una vez más enfrascado en el genio del idioma, en su prosa, en sus diálogos, en su humanidad... En suma, me divierto. Me doy cuenta de que casi olvidaba ya los prodigios que se pueden hacer con el lenguaje. De la nostalgia de lo que llegó a ser nuestro idioma castellano en el siglo XVI, no sabría decir si da más gozo o más pena, porque aun sin caracteres ni acción, por el solo encantamiento y la gracia del lenguaje mismo, esta obra maestra se leería con enorme gusto. Y proyecto seguir luego con Shakespeare y con el Dante.

Debo advertir que, entre las personas interrogadas acerca de los libros que se llevarían a una isla desierta, siempre he recelado de los que responden con los títulos de clásicos como éstos: pienso que suelen hacerlo por convencionalismo, o por pedantería crasa (o mintiendo por descaro, pues nunca los leyeron en sus cómodas casas). Yo sí me los llevaría hoy; de hecho me los llevo a esa isla dichosa que son los ratos disponibles para la lectura.

Es que te estás volviendo viejo, me sugiere un amigo. Por supuesto que sí, le respondo, y me permito agregarle sin mucha convicción: pero quizá me vuelvo también un poco más sabio. Y añado con plena desfachatez: quizá la que se está volviendo vieja es la literatura reciente. Cuando empecé a hacer crítica en este diario -hacia 1966-, podía regodearme cada semana con novelas de calidad. Ahora creo que no podría. Me pregunto quiénes irrumpen hoy en el escenario de la novela como entonces -y por muchos años- lo hicieron William Golding, Heinrich Böll, García Márquez, Isaac Bashevis Singer, Carson McCullers, Czeslaw Milosz, Julio Cortázar, Isak Dinesen, Leonardo Sciascia, Amos Oz, Marguerite Youcenar, Deszo Kostolanyi, Flannery O' Connor, Michel Tournier, Milan Kundera, Paul Auster...

Mi amigo, más joven que yo y en desacuerdo conmigo, me argumenta entonces: es que esperas demasiado de la literatura. ¡Eso sí que no! Palabra de lector: yo lo único que quiero es gozar leyendo; lo único que busco es el placer elemental de la lectura. Es el festín que me apresto a darme con Cervantes primero, y luego con Shakespeare y con el Dante. Y si llego a la Ilíada y a la Odisea, ¿qué?

IDEAS: "Enseñanza de los clásicos", por Solange Favareau. El Mercurio, 27 de junio de 2010.

Señor Director:

En referencia a la carta del señor Patricio Domínguez (del día 25 de junio), junto con expresar mi acuerdo, quisiera agregar algo a esta reflexión.

Suele pensarse que lo clásico es aquello que se viste con ropajes viejos, lo que tiene olor a naftalina, lo que está out y en desuso; sin embargo, aún hay instituciones educacionales, como el colegio al que represento, que apuestan por un currículum en el que el valor de lo clásico es transversal: desde la literatura que se enseña, pasando por la música con la que se sensibiliza el alma y creyendo firmemente que la enseñanza de esta lengua muerta como lo es el latín cobra vida en la formación del pensamiento de tantas niñas y jóvenes. Lo clásico es lo que se topa con lo fundamental del ser humano, no simplemente con su acaecer, aquello cuya riqueza el tiempo cronológico hace resaltar aún más en vez de empolvarla.

Es cierto que la educación debe hacer sus aportes a este mundo de cambios, a esta modernidad líquida, como la llama Zygmunt Bauman, pero por esta misma razón, de ser transitoria y voluble, es que se necesita volver urgentemente a las raíces, a los patrones de referencia que nacen de la naturaleza misma de las cosas, a las rocas sólidas en donde los individuos puedan basar sus esperanzas y encontrar un refugio seguro en sus fracasos personales.

¿El latín? Sí, el latín, aunque exista la presión de los padres para que el inglés se apodere como segunda lengua. El latín, una lengua portadora de cultura, que nos vincula con el pasado de la humanidad y nos despierta el sentido histórico, que permite contemplar lo más excelso de la historia, que da rigurosidad al pensamiento, configura destrezas lógicas y enriquece el léxico, por nombrar algunas de sus bondades.

No es una apuesta pasada de moda de un colegio con tradición, ni una visión retrógrada de las cosas, sino es ver en el latín un ancla que nos permite llegar a distintos puertos del mundo sin perder las raíces, sobre todo en este tiempo líquido donde la solidez del pensamiento se ve cada día más amenazada.

IDEAS: "Enseñanza de los clásicos", por Patricio Domínguez Valdés. El Mercurio, 25 de junio de 2010.

Señor Director:

Respecto de la interesante columna del doctor Otto Dörr (publicada el sábado 19 de junio) sobre la decadencia de nuestro lenguaje, me gustaría poder agregar un par de puntos que pueden ser interesantes para comprender la causa de este hecho inquietante. En primer lugar, en ningún lugar se estudia latín. ¿Latín? Estamos acostumbrados a pensar, desde nuestro subdesarrollo cultural, que el latín (y para qué decir el griego clásico) son cosas obsoletas, oscuras e inútiles. Sin embargo, es un hecho fácilmente constatable que el estudio del latín ordena la cabeza, aumenta considerablemente nuestro vocabulario, ayuda a conocer mejor la propia lengua y entrega una base sólida para el aprendizaje de las demás lenguas, además de posibilitarnos el acceso a una parte importante de nuestro acervo cultural. Por eso, en los mejores colegios y universidades de Europa se estudian el latín y el griego como la cosa más normal del mundo. Pero en Chile ni pensarlo. Con el inglés y la computación nuestros expertos educacionales piensan hacer de Chile un país culto, lo que constituye una muestra más de la mentalidad cortoplacista y tecnócrata que domina nuestra educación, que sólo busca resultados inmediatos y medibles.

En segundo lugar, el estudio del castellano, llamado ahora “lenguaje y comunicación”, se ha enfocado demasiado al estudio de expresiones marginales de nuestro idioma (lenguaje de internet, el graffiti, etcétera) explicadas mediante una jerigonza ininteligible (hablante lírico, receptor, metarrelato) y se han dejado de lado a los clásicos de nuestra lengua (como Cervantes, Góngora o Quevedo) por temor a aburrir o sobreexigir a los estudiantes, cuando justamente lo que éstos necesitan es el estímulo y la bella dificultad de los clásicos. Si estos dos puntos que he mencionado son dos recetas seguras y probadas en muchos países hace siglos, ¿qué falta para aplicarlas en nuestras escuelas y universidades?

IDEAS: "Educación y lenguaje", por Otto Dörr. El Mercurio, 19 de junio de 2010.

La situación de la educación en Chile ha alcanzado niveles dramáticos, como lo afirmara el ministro Lavín hace algunos días. Los resultados tanto en las pruebas nacionales como internacionales han sido deplorables. Quiero recordar algunas cifras: apenas un 26% de los alumnos de 8º básico alcanzan un nivel suficiente en lenguaje y sólo un 13% en matemáticas (este nivel es llamado con el eufemismo “avanzado”); obtenemos sistemáticamente los últimos lugares en las pruebas internacionales Pisa y Timss; y quizás si lo más impresionante sea que el 84% de los alumnos que han ingresado a primer año de la Universidad de Chile no entienden lo que leen. Los resultados de esta misma prueba de comprensión de lectura en los alumnos de primer año de la Universidad Católica fueron sólo algo mejores. Cabría preguntarse con preocupación lo que estará ocurriendo con los alumnos de las otras universidades, cuando las que hemos mencionado son las mejores de Chile.

¿Cuáles pueden ser las razones de este extraño fenómeno, puesto que no se condice con el nivel alcanzado por el país tanto en el plano económico como institucional? Se han dado muchas, y todas plausibles: el desprestigio de la carrera de profesor, los malos sueldos, el ingreso a las carreras de pedagogía con puntajes mínimos en la PSU, el proceso de municipalización impulsado por el gobierno militar, la pérdida del hábito de la lectura, etc. Yo agregaría a esta lista el imperio en nuestra sociedad de la televisión, que implica un dominio de la imagen sobre la palabra; la primera, efímera, mientras la segunda es secuencial, por estar en todo momento (el lenguaje) reteniendo el pasado y anticipando el futuro, es decir, superando la transitoriedad del tiempo y abriendo un acceso natural hacia la dimensión trascendente. Es el mundo de la palabra y de la música, curiosamente, y según la mitología, el legado que nos dejara al morir el semidiós Orfeo. Pienso, sin embargo, que hay una razón más profunda que explica la crisis del sistema educacional: la paulatina descomposición del lenguaje hablado.

Hace casi veinte años publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado “El lenguaje degradado”, en el que manifestaba mi preocupación por la forma en que se venía deteriorando el uso del español en Chile: modulación defectuosa, falta de vocabulario, uso excesivo de muletillas y, lo que es peor, la invasión del habla cotidiana por groserías. Entonces este fenómeno afectaba fundamentalmente a los varones de todas las clases sociales, exceptuando el campesinado provinciano, algunos grupos académicos aislados y personas de edad muy avanzada. Se observaba también una incipiente extensión a las mujeres jóvenes. Hoy el fenómeno ha experimentado un proceso de generalización. Ya los niños de seis o siete años están hablando así, las jóvenes universitarias usan las mismas groserías que los hombres y cada día son más las personas mayores que hacen lo mismo. Sólo falta que las madres se dirijan en esa forma a sus bebés o que los sacerdotes empleen estas palabras en sus sermones. Esta forma de hablar consiste en lo esencial en que una palabreja, en un comienzo empleada como insulto, se ha transformado no sólo en sustantivo, verbo y adjetivo de uso indiscriminado, sino también en final obligado de cualquier frase. Ahora bien, como esta palabreja se acompaña regularmente de otras groserías basadas en contenidos anales y genitales, tenemos que el habla cotidiana del chileno se está aproximando a un tipo de lenguaje muy patológico, que en psiquiatría y neurología se denomina “coprolalia”, palabra que significa “lenguaje excrementicio”, propio de ciertas demencias secundarias a la destrucción de los lóbulos frontales del cerebro, los que constituyen justamente el sustrato biológico de la experiencia ética.

Por eso, no es tan inocente o divertida esta forma de hablar que impera en nuestro país, como parece pensar la mayoría, incluidas las autoridades, al no preocuparse al respecto. Debemos recordar que el lenguaje no es una función más del organismo humano, sino lo que nos define como especie. Fue ese salto evolutivo milagroso del acceso a la palabra, ocurrido hace alrededor de noventa mil años, el que ha permitido el desarrollo de la civilización y de la cultura, pero también la apertura del hombre a la dimensión espiritual y trascendente. Esa misma palabra que estamos ensuciando día a día ha sido cantada y reflexionada por poetas y filósofos desde antiguo. El Evangelio de San Juan empieza con esa tremenda afirmación: “En el principio era el Verbo”. Pablo Neruda nos dice: “… Todo está en la palabra…”; mientras el gran poeta alemán Stefan George proclama: “…No hay cosa alguna allí donde falta la palabra”. Heidegger, por su parte, ha transformado al lenguaje en un tema central de su meditación filosófica. Para él, la palabra es “la morada del ser” y también “la fuerza que une los cuatro elementos: la tierra y el cielo, los mortales y los dioses y como tal es el nexo de todos los nexos…”.

Estas reflexiones nos llevan inevitablemente a establecer una relación entre la descomposición del lenguaje hablado en Chile y el descenso sistemático del nivel de la educación. Porque ocurre que las ciencias cognitivas nos están diciendo ya hace tiempo que no se puede pensar sin palabras y por lo tanto, esa dramática pérdida de vocablos y en particular de sustantivos que estamos observando, sobre todo en nuestra juventud, va a conducir necesariamente a una atrofia de la capacidad de pensar. Y sin pensar no hay conocimiento ni creatividad. Y entonces cualquier aspiración que tengamos de llegar a ser un país desarrollado será en vano.

IDEAS: A PROPÓSITO DE LOS INTELECTUALES. "Hinzpeter, los intelectuales y Varas", por Gonzalo Rojas. El Mercurio, 23 de junio de 2010.

Rodrigo Hinzpeter puede llegar a ser un muy buen ministro del Interior. Excelente, quizás. Pero también es posible que se termine frustrando una gestión de calidad —tan conveniente para el país— por su tendencia a proyectarse más allá del perfil del cargo. Porque Hinzpeter a veces se presenta como guardián de la verdad, y por eso sobrevalora su percepción de la realidad.

De ahí su reacción ante los comentarios de José Piñera; eso explica también que afirme que le molestan los intelectuales, o sea, justamente las personas más indicadas para mirar con perspectiva los acontecimientos del día a día.

“Matones” y “faunilla”, los ha llamado en una reciente entrevista. Quizás el ministro se encuentre influido por la reunión que el Presidente Piñera tuvo pocas semanas atrás con una docena de pensadores. Los relatos que han hecho algunos de los asistentes a ese encuentro dan cuenta de una evidente molestia presidencial —no exenta de ironías— hacia quienes el Primer Mandatario parece percibir como “personas que lo saben todo” y a quienes habría reprochado sus visiones críticas.

Pero Hinzpeter fue más lejos: junto con rechazar el supuesto matonaje intelectual, dudó hasta de los fundamentos de los pensadores, afirmando que “muchos intelectuales ni leen, pero no paran de opinar”.

Mala cosa ese rechazo a la crítica, y peor aún esa descalificación.

Sería interesante el siguiente ejercicio, con toda la publicidad del caso: que el ministro Hinzpeter pidiese una declaración jurada a los 20 o 30 intelectuales que él considera matones, respecto de los libros que han leído en los últimos 12 meses. Paralelamente, uno de los pensadores (Tironi o Navia, por ejemplo, ya que fueron invitados a la reunión presidencial) seleccionaría a 20 o 30 políticos (ministros, subsecretarios, senadores, diputados, alcaldes) para que hiciesen lo mismo.

Algo así como transparentar el patrimonio intelectual respecto de los últimos 12 meses.

¿Resultado? Victoria por goleada para la “faunilla” de intelectuales, justamente porque leen, y mucho, ya que están llamados a ofrecer nuevas perspectivas sobre la realidad a partir de sus lecturas y de su pensamiento. Por eso mismo, ¿le conviene a un gobierno democrático desprestigiar esa tarea? ¿Es prudente y sensato calificarla como matonaje, simplemente porque no toca monótonas vuvuzelas a coro?

Quizás ese desprecio por la tarea intelectual explica por qué el ministro Hinzpeter, además, ha aventurado compararse con Antonio Varas. Ante todo, un poco de sentido de las proporciones: Varas fue ministro de Montt más de dos mil 200 días, mientras que el actual jefe de gabinete acaba de cumplir los 100.

Pero, más en el fondo, el error de Hinzpeter ha consistido en sugerir que se puede proyectar su propia dupla con el Presidente Piñera al modo de la relación Montt-Varas. Cuidado: Montt prescindió de Varas durante gran parte de su segunda administración y, además, fue justamente la intención monttista de proyectar a Varas, al final de su segundo período, una de las razones del gran conflicto civil de 1859 (eso enseñan los historiadores, quizás descalificados por pertenecer a la faunilla).

Y falta más. El ministro Hinzpeter ha afirmado que su vida personal es conservadora, pero que lo importante no es lo que los funcionarios hacen en sus vidas privadas, sino las políticas públicas que implementan, por lo que concluye que el gobierno actual no es ni será conservador.

No se entiende nada. ¿Qué sentido puede tener creer que lo que es bueno para uno es justamente lo contrario de lo que les conviene a los demás?

Montt y Varas —los de verdad— se estarían tomando la cabeza a dos manos.

IDEAS: A PROPÓSITO DE LA CULTURA. "Treinta segundos", por Cristián Warnken. El Mercurio, 10 de junio de 2010.

La cultura ocupó apenas 30 segundos en el discurso presidencial del 21 de mayo. Y si antes ocupaba más, tampoco servía de mucho. La cultura no es un adorno, ni un lujo, ni una excusa para hacer un evento para la foto, ni una cita para mejorar un mal discurso sin ideas.

La cultura no es propiedad de la izquierda ni del centro ni de la derecha. La cultura no es un hobby de estiradas damas señoriales ni el monopolio de desastrados artistas marginales. La cultura tiene cada día menos páginas en los diarios. La cultura es casi una herejía en televisión. La cultura es secuestrada a veces por la academia, pero siempre escapa ilesa y recupera su libertad. La cultura no es la función de ópera a la que se va para calentar el asiento ni la pintura que se compra para adornar el living de la casa. La cultura no puede ser una plataforma para pagar facturas de almuerzos de amigos o “compañeros”, operadores políticos que confundieron el Ministerio de la Cultura con el Ministerio de la Frescura. La cultura necesita gestión, pero no puede ser la esclava, la Cenicienta de la gestión.

La cultura es Vicente Huidobro enterrado de pie en Cartagena, mirando al infinito y flotando por sobre un mar de olvido y abandono. La cultura se respira, se huele, se vive, se camina, se hace bailando de campanario a campanario. La cultura no es hablar en difícil para que todos nos quedemos dormidos. La cultura no es el Carnaval de la Cultura, sino la fiesta auténtica de los pueblos.

La cultura —como Dios y el diablo— vive en los detalles de un oficio y un gesto. La cultura se esconde para que no la conviertan en pieza de museo: la veo correr al alba, con todos sus velos y su sonrisa enigmática al viento. Los jóvenes que están tocando y bailando cuecas sabrosas con el mismo fervor y rigor de sus bisabuelos: eso es cultura.

La cultura es también cuando la Roja se arriesga y danza y vuela y juega bonito, dirigida por el poeta Bielsa. La cultura escapa a toda meta, a toda cifra redonda, a todo cálculo. No calza, excede. La cultura me hace cosquillas en el alma.

La cultura es también la sabiduría guardada en los refranes de una oralidad chilena que casi nadie recuerda —nos dice Gastón Soublette—. La cultura es la gratuidad desatada a todos los vientos, los libros que los poetas chilenos publican a pesar de que nadie los compre ni los podrá comprar jamás. La cultura son las orquestas juveniles que siguen tocando en pueblos borrados por el mar y cuya batuta es el puntero del reloj del futuro. La cultura son los estudiantes de lenguas “muertas”, latín y griego, los herederos heroicos de Giuseppina Grammatico que persisten en leer y traducir “La Eneida” de Virgilio, ¡oh, milagro!, en un país donde nadie lee nada.

La cultura no es el resentimiento ni la mala leche, ni la guerra mezquina de pandillas en la carrera loca al Premio Nacional de Literatura. La cultura son todas las casas de adobe del Maule hechas polvo, pero polvo enamorado. La cultura es el refugio antiaéreo para protegerse de los bombardeos de chabacanería y farándula. La cultura es el 65,6 por ciento de los vecinos de Las Condes que —por un instintivo impulso de amor a su barrio— dijeron “no” a la destrucción de la armonía y las proporciones, a la desmesura inmobiliaria. La cultura es un afiche pegado en las ventanas de Valparaíso y que dice: “Yo cuido la vista de mi vecino”.

La cultura nos hace ver con los ojos cerrados imágenes inocentes, tan escasas en estos días. La cultura manoseada, ninguneada, la loca de la casa, loca de patio, a veces se levanta y pena. Despierta a los que todavía creen que un país se mide no sólo por el PIB (producto interno bruto), sino también por el PID (producto interior delicado). Y los hace soñar con un país que se eleve sobre el nivel del mar. Un país que merezca tener las altas cumbres que tiene. Un país que llegue a los 200 años con más, con mucho más que 30 segundos de cultura.